Cuando lo demás se volvió superfluo (reflexiones en tiempos del COVID-19)

En estos días de incertidumbre y angustia en los que se nos ha llamado a suprimir nuestra necesidad atávica y primitiva de reunirnos con los demás, y renunciar al mundo exterior, nos hemos visto obligados a volver la mirada a lo más básico y elemental, tantas veces puesto de lado. La reflexión ha conseguido echar raíces en mi pensamiento gracias a una lectura reciente en la que el escritor Stefan Zweig  alude al periodo de posguerra que vino al término de la Primera Guerra Mundial en Vienna, su ciudad natal, y al despertar social que percibió  en su pueblo cuando a la gente le faltaron las certidumbres y las estructuras sociales. El autor refiere que la época, marcada además por el caos financiero, provocó que la voluntad de seguir viviendo fuera más fuerte y que la gente empezara a apreciar cada día los auténticos valores de la vida: el trabajo, el amor, la amistad, el arte, la naturaleza. Traicionada por el valor del dinero, la gente se deba cuenta de que “solo lo eterno que llevamos dentro es lo realmente estable”.

El paralelismo con lo que estamos viviendo ahora, quizás pueda parecer exagerado; nuestra debacle aún no nos ha enfrentado al derrumbamiento de ningún gobierno, a hambrunas ni a la suspensión de garantías individuales; pero sí hay en cambio quienes han perdido ya sus empleos, despedidos por empresas aterradas por el paro económico y productivo sin precedentes; y el panorama macroeconómico —al que muchos, ocupados en lo más inmediato, aún no han tenido el tiempo ni las ganas de voltear a ver— se vislumbra por lo menos sombrío. Sin embargo, hemos asistido, eso sí, y como nunca antes, al doloroso estremecimiento de la gran víctima colateral: el consumo.

Con los centros comerciales cerrados o vacíos en el mejor de los casos; con los restaurantes desiertos; los trabajos al filo del abismo, la economía deprimida, las calles patrulladas por autoridades y la milicia, cuando no vacías, y el temor y la incertidumbre instaladas en el corazón de los hombres alrededor del mundo, de qué sirve la deslumbrante belleza de los objetos que nos hipnotizan tras los escaparates; de qué el seductor encanto de los viajes y la fascinación de lo oculto cuando las fronteras internacionales permanecen cerradas y hay tantos que tienen prohibido cruzar el umbral de su propia casa.

En esta hora crítica, todo eso que durante tanto tiempo hemos ponderado, ha resultado vano e inútil para garantizarnos nada y ha palidecido frente a lo único que en estos días ha parecido genuinamente relevante, y que coincide con aquello que el atribulado escritor vienés refería en su luminosa autobiografía: el amor, la amistad, el trabajo, la naturaleza y el arte.

El amor y la amistad porque a pesar de las distancias nos han mantenido unidos a quienes nos hemos visto obligados a dejar de ver y visitar, convencidos de que es esa la mejor manera de cuidarlos, y de cuidar ellos también de nosotros; el trabajo porque nos ha provisto de un sentido y un propósito que nos eleva por encima de estas horas, manteniéndonos enfocados y productivos al margen del ocio (buen consejero en otros tiempos, sobre todo para las mentes creativas; pero pernicioso quizás en estas horas dadas al catastrofismo). La naturaleza porque hoy como pocas veces en la historia moderna y contemporánea, obligados al confinamiento, la hemos añorado y echado de menos como intenso fervor.

Y el arte, porque se ha convertido en el asidero de un mundo en cautiverio, principalmente gracias al poder explosivo de la literatura que ha demostrado su capacidad inmensa no solo de distraernos o entretenernos (que también, claro), pero sobre todo, de brindarnos esperanza, confianza y fuerza moral durante estos tiempos que exigen, más que otros, mantener vivo el espíritu. Porque leyendo se da uno cuenta de que por desesperanzadora y dura que pueda parecer la realidad del presente, sin importar la época, ha habido otros mucho antes que nosotros que han trascendido las desgracias, demostrándonos que hay siempre un futuro que se abre paso a través de la imposibilidad, el sufrimiento y la frustración. Las voces, las historia y el testimonio de otros nos llegan hoy a través de las páginas de los libros para allanarnos el camino y ayudarnos a soportar el miedo, la zozobra y adversidad con mayor entereza.

De pronto, en medio de todo esto, conformarse de buen agrado con lo mínimo indispensable para sobrevivir se nos ha vuelto simple, a nosotros, consumidores empedernidos y eternos insatisfechos.

Ahora —y como leía por ahí hace unos días— “ya sabemos que la vida es comer con un amigo en una terraza, ir de librerías, tomar el sol, ver una película, perderte por una calle desconocida, coger un tren. Por eso cuando la vida regrese, le pediremos menos cosas. Y todo tendrá sentido”.

¿O no?


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