FOLLETINES TELEVISIVOS

Parte fundamental del magnetismo que el cine y la literatura han ejercido en millones de espectadores y lectores, respectivamente, a través del tiempo, tiene que ver —más allá de la forma— con las historias que nos cuentan, de las cuales podemos ser parte durante un tiempo y olvidarnos de nuestras propias vidas y cuitas. En algunos casos, además, podemos toparnos con alguna interesante moraleja o un aprendizaje sobre algo en particular; en todo caso, nunca he creído que el fin último del cine o la literatura, ni de ningún tipo de arte, consista en ser educativo.

               En esencia, y por ponerlo en términos prácticos, cada vez que abrimos un libro, vamos al cine o encendemos el televisor para ver una película o —sobre todo ahora— una serie, lo hacemos con la idea más o menos inconsciente de dejarnos envolver por una historia que nos entretenga e intrigue y, con suerte si es buena, nos arrastre imperceptiblemente hasta el final. Sin embargo, últimamente he estado viviendo en el convencimiento de que el éxito de esta exacerbada forma de consumo televisivo en el que se han convertido las series, depende en no poca medida de privarnos sistemáticamente de eso, de finales, acaso la parte más importante de toda estructura narrativa y de la que depende que el resto de las historias, con sus respectivos planteamientos, desarrollos y clímax no queden a la deriva, como meras anécdotas sin rumbo ni sentido.

               Si bien se mira, esta forma de consumir televisión, que no es nueva, pero ha proliferado en gran medida, nos ha venido habituando —educando— a aceptar la idea de vivir con finales aplazados indefinidamente a lo largo de años (lustros, incluso), temporada tras temporada. En algunos casos, simple y sencillamente hemos de conformarnos con finales apresurados e improvisados (si es que llegan) debido a cancelaciones por razones diversas, entre ellas, algún tema de licencias o cualquier otra ocasionada por la guerra entre canales y plataformas que buscan “privatizar” sus contenidos en aras de su propia supervivencia; y esto, claro, sin que importen mucho los espectadores. Ya el lanzamiento en estos días de Disney+ ha supuesto que nadie pueda hallar, en ninguna otra plataforma un solo contenido de Disney. Así que el que quiera tener acceso a sus clásicos o nuevos contenidos, tendrá que pagar una suscripción adicional.

               Bajo ese entendido, hoy nadie tenemos nada garantizado en materia de continuidad de las series, y ver las primeras dos o tres temporadas de alguna en tal o cual plataforma no nos asegura que habrá una cuarta y definitiva, o que no habremos de peregrinar de una plataforma a otra para dar con el siguiente episodio, previa suscripción y pago. En todo caso —que no en todos—el monto resulta ser simbólico, lo de menos, y la verdadera contrariedad termina siendo esa incertidumbre de no saber cuándo ni dónde podremos tener acceso a esos contenidos. Algo así me pasó, por ejemplo, con The Affair, de la cual Netflix nos ofreció las primeras cuatro temporadas, pero no la quinta y última que después encontré en Showtime, aunque ya sin interés. Y es que esta interrupción, estas pausas, cuando son excesivas, atentan contra la tensión narrativa, responsable de mantenernos ahí, al pendiente de la trama y las andanzas de los personajes. Después de uno o dos años de haber visto un capítulo, es difícil —en mi caso al menos— que pueda volver a interesarme con la misma intensidad en sus nuevos capítulos, en la historia y sus meandros.

               La cosa no sería grave si esto ocurriera ocasionalmente pero, como decía, el consumo de series depende ya única y exclusivamente de este sistema que ha venido convirtiéndose en una molesta convención que equivale a ir abriendo y explorando caminos que buena parte del tiempo parecen no llevar a ninguna parte; a dejarlos recorridos a medias o a quedar perdidos a mitad de la nada.

               Entiendo que habrá quienes inmersos en esta fiebre por serializarlo todo (ahora tenemos incluso las docuseries, y reinterpretaciones de clásicos como La Maldición de Hillhouse, y Bly, respectivamente), hallen deleite precisamente en eso que a algunos nos parece un abuso y una falta esencial a los principios de la narrativa, a saber: vivir con las posibilidades de la historia y el destino de sus personajes en un limbo existencial que les permita fantasear y suponerlo todo hasta la siguiente temporada, sin importar si ésta llega al día siguiente o el año próximo, o no llega nunca. Al final lo único que parece importar es el entretenimiento.

               En este tenor no es menos lamentable que a la gran mayoría le traiga sin cuidado llegar a nada siempre y cuando los capítulos resulten emocionantes o —como hoy suele calificarse a las series más exitosas— adictivos. Algo que en literatura equivaldría a algo tan absurdo como empezar a leer libros solo para irlos "botando" a medias para pasar a otro sin detenerse a pensar en nada. Sí, hay algo de estas entregas televisivas que me recuerdan a los folletines franceses, esa forma de narrativa que dio vida, así, por entregas, a muchos de los grandes clásicos de la Literatura universal. Solo que, claro, los tiempos han cambiado y hoy la producción de series es vertiginosa y su consumo, frenético, a diferencia de lo que brindaban los folletines o la novela por entregas, que se leían y disfrutaban con mucho más pausa y sosiego, y llegaban a un final que en muchos casos garantizaba al autor y sus lectores, tener la serie completa en un volumen único, es decir: en un libro.

               En lo personal, y volviendo al tema de los folletines televisivos, hay series por las que he apostado a sabiendas de que en su momento no había más que una sola temporada disponible, y me han dejado todo planteado para una segunda parte que no llegó nunca, quizás precisamente por no haber resultado adictivas. En esos casos, y cuando el futuro es incierto, guionistas y productores tendrían que esforzarse en ofrecer cierres mucho más flexibles capaces de brindarnos, por un lado, esa sensación de término, y a la vez, la opción de reabrir historias en caso de ser necesario o conveniente.

               Hay otros casos más inexplicables como el de la popular serie Anne with an E que, capítulo a capítulo, preparó el romance entre sus protagonistas para después regalarnos un desenlace tibio y anticlimático que claramente buscaba servir de gancho a una segunda temporada que, para eterno berrinche de sus fans, quedó cancelada. Eso, por no mencionar los conflictos que la trama dejó abiertos, sin resolver: personajes atrapados en destinos funestos hoy siguen viviendo encerrados en el imaginario de quienes vimos la serie.

               Por eso, apuesto cada vez más por miniseries que, claramente, están enfocadas en contarnos una historia con límites temporales bien establecidos, y no en eternizarse ni seguir generando dividendos aun a costa de improvisar en guiones hasta deformarlos y desvirtuar el poco o mucho mérito conseguido en sus primeros capítulos. Ejemplo de estas miniseries la multipremiada Chernobyl, o más recientemente, Alguien tiene que morir que, con todo y su final “tarantinesco”, me pareció bien acotada, con temas claros y una producción decente.

He hecho algunas excepciones, como en el caso de Succession que emepecé a ver sin referencias, solo por intuición, y ha resultado ser, junto con Breaking Bad, una de las mejores que haya visto. Con dos temporadas hasta ahora y — gracias a Dios—con la tercera, y espero que última, ya en producción.

Apuesto también por aquellas series que, desde un inicio, por largas que hayan sido, me ofrecen la certeza de que podré llegar a un final y qué mejor si es en la misma plataforma; solo así sé que, independientemente del tiempo que me tome verlas, podré contar con lo que en principio me propuse encontrar: una buena historia.

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