EL VALOR DE UNA FOTO

La película de Everlasting Moments de Jan Troell me ha hecho pensar en el valor que puede llegar a encerrar una imagen, una fotografía, cuando la mirada que separa e individualiza ese instante perdido en el tiempo -condenado a transcurrir y morir- es lo suficientemente sensible a una realidad que a otros se nos escapa; a una realidad paralela y lo suficientemente mágica como para hacernos fantasear con otra existencia que por inaprehensible que sea, es, al menos, suceptible de ser capturada para contemplarla y hacerla plausible en el futuro inmediato.
En la época en la que transcurre la historia, las cámaras fotográficas suponían una novedad, sobre todo en el contexto rural y precario en el que viven la protagonista y su numerosa familia. Estamos ante una mujer atribulada que ha de lidiar con los abusos del marido y su infidelidad, con la carga de los hijos (seis o siete), la limpieza del hogar, la falta de dinero y con la insatisfacción enorme que de todo ello deviene.
Pero en medio de toda esa resignación de la que no puede escapar, el encuentro fortuito con una cámara fotográfica despierta en ella una sensibilidad adormecida que le abre una ventana a través de la cual puede respirar el aire fresco de la libertad. La fotografía le confiere autonomía a su vida mientras que notoriedad en el círculo en el que se desenvuelve, lo cual también repercute en la auto percepeción de su existencia gris y hasta cierto punto anónima. La mujer cobra conciencia de su potencial y no está dispuesta a darle la espalda a pesar de lo que el marido autoritario tenga que decir al respecto.

Pero la fotografía no es sólo eso, es decir, lo que por sí misma encierra en el presente: distracción, escapatoria, sensibilidad, arte o lo que se prefiera. El valor real y más verdadero -y algo que la protagonista va comprendiendo- es la capacidad que tiene de salvar esos momentos (Everlasting moments) y preservalos de la fugacidad. Cada fotografía se transforma nada más revelada en una memoria, en un recuerdo, en un testimonio mudo que como tal, permite al que lo contempla recrear a su gusto ese tiempo perdido, que, como todo pasado, es impreciso, aunque no por eso imperfecto.

Hoy, las pretensiones en torno a la fotografía han cambiado tanto que se ha banalizado su intención e irremediablemente su significado. Ya no son tan únicas ni encierran la magia de aquellas primeras imágenes que más que otra cosa buscaban congelar el tiempo. Hoy hay quienes en cambio, pretenden que esos instantes solo sirvan de testimonio de algo, que prueben la existencia de una felicidad tantas veces mentirosa o unidimensional, como la imagen misma. La gente fotografía para avalar sus logros o su alegría frente a los demás, en lugar de hacerlo para rememorar. Además, es paradójico, pero a pesar de que todo se fotografía hoy, poco termina convirtiéndose en foto. Todo es imagen porque casi nada se imprime ya, como en la pelícual de Troell. No había foto hasta no ser revelada.

Pero tal vez en eso radique también el misterio de la foto, su capacidad de aislar el contexto, y a la vez, ese instante que más tarde, con el tiempo, nos permitirá olvidar lo accesorio y dejará ver solo ese rayo de luz que brilló por encima de todo lo demás. De ser así -y puede que así sea- las fotos son también una manera de contarnos nuestra historia y de recomponer nuestro pasado; una manera de enmendarlo, porque todo pasado parece siempre más entrañable a luz del recuerdo y de la memoria.

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