LA LUZ DE LA ESCALERA

Cada vez que veo prendida la luz de la escalera siento una nostálgica inquietud, una desazón que turba mis noches y me transporta a mis primeras noches en duermevela, a las de una niñez aprehensiva marcada por silenciosas preocupaciones que a la luz de ese foco -situado en lo alto por encima de todo y de todos- se iban quedando -sin que yo pudiera saberlo entonces- grabados en mi memoria.
Esto lo sé ahora, pero no antes. Ni siquiera el niño podía intuirlo ni mucho menos asociar ese halo de luz que se colaba hasta mi habitación, con esperas y preocupaciones, la mayoría de ellas asociadas a estado de ánimo de mi mamá, quien antes de irse a acostar dejaba siempre prendida esa luz para que el último en llegar no encontrara todo en penumbras y pudiera encontrar fácilmente el camino hasta su habitación. Era, en todo caso, un símbolo de hospitalidad materna. Cómo podría saber mi madre que la luz, prendida a deshoras, cuando todo debía estar en silencio y a obscuras, sería un motivo de inquietud para el menor de sus hijos.

La luz de la escalera era para mí sinónimo de un día inconcluso, que se negaba a terminar por más que las manecillas del reloj que estaba junto a la escalera evidenciaran lo contrario. Alguno de mis hermanos estaría todavía afuera o incluso mi papá.
A mí, como ahora, me tocaba esperarlos haciéndole silenciosa compañía a ella, a mi mamá. Yo en mi cama mientras ella deambulaba y fumaba, ya preocupada al ver que las horas pasaban y su hijos –mis hermanos- no llegaban. Cuando la cosa empeoraba y se hacía de veras tarde, era cuando se levantaba de la cama; iba al baño y después se paraba frente a la ventana, y montaba guardia. De alguna manera esto aquietaba su ansiedad. A veces, al ver su silueta recortada contra la ventana, me acercaba a ella por atrás y fingía sorprenderme de encontrarla ahí. Vete a dormir, me decía, pero para ese entonces ya me era imposible hacerlo. Mi mente como la de todo niño tendía a homologar sentimientos y aprehensiones de la madre. A esas horas de la noche su  preocupación ya también era mía. Entonces, en mi afán por acompañarla, me paraba a un lado de ella, frente a la ventana y veía pasar los coches, esperanzado de que cada luz que se acercaba desde lo lejos fuera la que nos devolvería la calma y el sueño. Pero la mayoría eran una falsa esperanza, aún aquellos que por algún azar bajaban la velocidad y se estacionaban momentáneamente frente a nuestra puerta. La preocupación e impaciencia crecían y no había nada qué hacer más que seguir esperando. Yo, volvía a la cama fingiendo tranquilidad y mi mamá prendía otro cigarro para seguir esperando.

Pero la luz de la escalera no solo tuvo esa función, la de alumbrar las esperas. Cada vez que uno de nosotros se enfermaba, quizás por ser la luz más indirecta y a la vez la que mejor mantenía alumbrado el segundo piso que era donde estaban nuestros cuartos, mi mamá la mantenía encendida hasta que se aseguraba que la enfermedad por fin nos había dejado conciliar el sueño que tantas veces se le niega a los más enfermos.
Una fiebre, una gripa, una náusea o cualquier otro malestar propio de los niños que me despertara, a lo primero que me enfrentaba era a esa luz amortiguada que llegaba hasta mi cama proveniente de la escalera. Por lo general refractaba primero en la puerta de madera entornada de mi habitación y de alguna manera eso aumentaba mi malestar. La indefinición, la falta de claridad para entender de dónde venía esa luz -si sería la del pasillo, la sala de la tele, o la luz de la escalera. A veces, antes de quejarme o levantarme en busca de mi mamá para pedirle ayuda, simplemente dejaba pasar un tiempo con la esperanza de poder dormir de nuevo o de que la molestia pasara. Me revolvía en la cama ya presa del insomnio y así transcurrían largos minutos en que mi mente iba asociando esos momentos con la luz amarilla que aunque discreta, invadía la reconfortante obscuridad de la noche y me recordaba que había algo que aún no descansaba. Abrir los ojos en plena madrugada y encontrar todo a obscuras –aún ahora- era indicador de una noche tranquila, segura y en paz.  

Hoy he crecido y no soy más un niño, pero sigo viviendo en la misma casa. Al igual que yo, también sigue ahí la luz de la escalera, aunque la estética del foco ha ido cambiando pues lo hemos ido adaptando a lo que los tiempos han considerado moderno. Pero cosa curiosa, la intensidad con que brilla por las noches y la manera en que alumbra no han variado en intensidad ni ángulo, y su significado para mí sigue siendo el mismo de antaño. Aún puedo ver esa luz por las noches desde el mismo cuarto en que la veía de niño, solo que hoy ni mi mamá ni nadie me impide cerrar la puerta a cal y canto para que no se filtre su reflejo. Así, finjo que ya no existe aún cuando las mismas preocupaciones ensombrecen las noches de mi madre, aunque tal vez ya no lo suficiente como para tenerla deambulando por la casa con su cigarro en mano. Hoy, a diferencia de hace tantos años año, hay celulares a los qué llamar al ausente para preguntar si todo está bien; o para recibir sus mensajes avisando que tardará un poco más y que no hay necesidad de esperarle. Ojalá también dijera que no hay necesidad de dejarle una luz prendida.
Como es lógico, también ahora soy yo el que se desvela y a quien esperan en ocasiones  con esa luz que, a mitad de la noche, en este microcosmos que es la casa, funciona como un faro que nos indica el camino hacia arriba, donde están nuestra camas y nuestro descanso.
Pero hoy, cuando mi hermano o yo vemos esa luz encendida sin importar la hora o la intención –y con la autoridad que nos va dando la edad- simplemente cuestionamos a mi madre sobre la necesidad de tenerla encendida, y con un mal gesto la apagamos y prendemos otra en su lugar. Supongo que él también, como yo, alberga algún recelo contra esa luz, pero nunca lo hemos hablado ni manifestado, ni él a mí, ni yo a él. Mi mamá con un poco de indiferencia, se pregunta por qué nos molesta tanto esa luz, y al menos yo, que conozco la respuesta, simplemente digo “no sé”.
A lo mejor todo esto es solo un síntoma de que debería mudarme y dejar atrás –si es que esto es posible- al niño trémulo de aquellas noches que aún a veces, al revivir ciertas escenas de la niñez, se siente tentado a volver. Su fantasma es esa luz que muy al contrario de lo que significa para mí, a mi mamá debe seguirle pareciendo una buena compañía, un símbolo de que aún a su edad hay alguien a quien esperar y a lo mejor hasta un presagio de que sus hijos volverán siempre con bien al hogar.

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