ÉCFRASIS

No sé si mi reacción fue fruto del acohol que todavía fluía por mis venas, y si fue su efecto el responsable de haber exacerbado mi sensibilidad ante la escena que vi hace unos días mientras desayunaba en un lugar cerca de mi casa. 
La noche anterior había bebido de más y como es natural, a la mañana siguiente me sentía en ese estado entre la ebriedad y la resaca; la sobriedad aún estaba lejos. Me sentía algo aturdido y aún eufórico por la felicidad de la borrachera, así que decidí prolongarla discretamente con una cerveza.
No vi en qué momento llegaron y se sentaron, lo único que recuerdo es haber visto de golpe a la señora en la mesa frente a mí, iluminada por un rayo de sol que le daba de lleno en la espalda y le confería un aura especial. 
Me llamó la atención su vestimenta, un chaleco largo tejido en azul y blanco (quizás hecho por ella misma en las horas largas y calmas de su vejez), además de unos aretes quizás algo grandes para la ocasión. Llevaba el cabello muy corto, algo masculino, y un teñido perfecto o al menos bien cuidado del que no asomaba ni una cana.
La señora comía ligeramente encorvada sobre la mesa, con la mirada fija en el palto cada vez que daba una cucharada a su platillo, y hacia el frente cuando masticaba. No hablaba, permanecía callada concentrada en sus alimentos.
Había una belleza en ella, en la forma en que la luz le iluminaba, en la tranquilidad con que parecía vivir ese momento.
Me había concentrado tanto en ella que pasó un tiempo antes de darme cuenta que a su lado desayunaba un señor (seguramente su esposo), igual entrado en años que se las ingeniaba con paciencia y ternura para comer sin descuidar las necesidades de ella: la tortilla, el vaso a la mano y esto o aquello más para allá para no comprometer el espacio ni la comodidad de ella, que se dejaba considerar como se ve que hizo desde siempre, desde que decidieron compartir sus vida.
No sé cómo pude no ver al principio al señor, pero en cuanto lo hice comprendí que ella no tenía ningún sentido sin él, sin esa figura que la complementaba de manera tan perfecta, que llenaba de sentido sus arrugas, su inocencia y hasta ese cansancio propio de su edad. Eran ahí dos personas unidas disfrutando a su manera callada y conforme de un desyuno más, de un domingo cualquiera que seguramente discurriría íntegro con esa pasmosa calma y esa indiferencia de quien ya no espera mucho más, fuera del descanso y la tranquilidad.

No sé todavía si en mi sobriedad la imagen me hubiera conmovido de la misma manera, pero intuyo que el asombro -activado como un gatillo- hubiera sido el mismo, porque su origen es inmutable: la imposibilidad actual, la de nuestro tiempo, de albergar futuros tan prometedores como el que alguna vez se prometieron o juraron estas dos personas.

A su manera, inconsciente y ajena, pero bella, me resultaron entrañables y ejemplares, triunfales. Dos absolutos ganadores de la carrera imposible.

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