EL VIERNES QUE TANTO PROMETE

Llega el viernes, y junto con él, la ilusión de los dos días siguientes en los que todo lo que transcurre durante la semana se suspende y da paso a la intermitente rutina que tiñe los fines de semana. La perspectiva del sábado y domingo parece inabarcable, demasiadas horas para dedicarlas al esparcimiento y apenas nada para hacer todos aquellos pendientes y deseos que se fueron acumulando en la semana.

Hay siempre algo de frustrante en el "idilio" del fin de semana. Una cosa descarta a la otra, y a veces es imposible disfrutar de algo a medida que se va sabiendo que -en su nombre- otras cosas se han dejado de hacer, que se han postergado y aplazado, por lo general, una vez más.

Supongo que esta sensación tiene que ver con la insatisfacción y con el hecho de que nunca nada nos basta. Los fines de semana de todo un año no son nunca suficientes para darle salida al impetuoso espíritu de todo aquello que quisiera hacerese justo cuando es imposible hacerlo. Pasa lo mismo con las vacaciones, nunca alcanzan para saciar las ganas de hacer algo que quedó pendiente; pero por otro lado la idea de la vacación eterna se antoja insoportable. El exceso lleva siempre al desperdicio, y nada se lamenta tanto -quizás no de inmediato, pero sí más tarde- como el tiempo perdido y desaprovechado.

La vida entera no basta, solo que a diferencia del placer de cada fin de semana que se renueva con cada viernes que nos pormete la vida eterna -aunque sea solo durante una noche- ésta, cuando ha cesado, ya nunca se reanuda.

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