ACOSTUMBRARSE
Acostumbrarse a algo o no. Podría parecer una cuestión opcional, sin embargo, la costumbre es sigilosa e imperceptible; se instala cómoda sin que uno sea plenamente consciente.
Descubrirla ahí enquistada en nuestros días y nuestras horas es siempre una sorpresa, pues para reconocerla muchas veces su continuidad y permanencia han de verse amenzadas. Un día que falte, un día que se altere su mecanismo es suficiente para agitar nuestro mundo y ver cuánto podríamos echarla de menos si un día se interrumpiera.
Cómo prescindir ya de ella si poco a poco y de forma tramposa va haciéndonos familiar aquello que no lo era; necesario lo que hasta hacía un tiempo nos era indiferente; e indispensable aquello por lo que nunca hubiéramos dado ni hecho nada.
Y qué fácil entonces acostumbrarse a algo o a alguien que se repite día a día, por más azarosa o accidental que su "irrupción" nos hubiera parecido en su momento. Claro que al principio uno no se lo reconoce. La sobrerbia es engañosa y puede hacernos pensar o incluso creer que nada es capaz de engancharnos ni atarnos, que estamos por encima de esa clase de dependencia y que en cualquier momento podríamos cortar el vínculo sin apenas sentir una ausencia, falta o carencia. Craso error.
La costumbre es como los vicios, no se sabe cuán necesarios son, hasta que es imposible satisfacerlos. Es entonces cuando dejan un hueco que se ensancha y nos ahoga a medida que transcurre el tiempo y es imposible volver a ellos.
Con la costumbre uno debería tener tanta cautela como el niño precoz que enciende su primer cigarro sin saber que un día no podrá vivir sin ellos, y ajeno a la noción de que lo que hoy le parece anecdótico y baladí puede convertirse en el centro de su existencia, de sus ansias y sus añoranzas. De saberlo quizás desistiría anticipando su hoy innecesaria dependencia y previendo los sufrimientos de un abstencionismo quizá involuntario o impuesto por una enfermedad.
De igual manera uno se acostumbra a una voz y ciertas compañías, a aquellas que son adictivas y nos envuelven con sus encantos. Uno las escucha y habla con ellas sin parar, y sin darse cuenta, un día se encuentra añorando estar a su lado, extrañándole y pensando en qué pasaría si mañana no pudiera hablar ya con ella; o qué si simplemente todo cesara y hubiera sólo ese silencio, el mismo que había al principio. Entonces teme por ese día y se da cuenta de que la costumbre ha llegado ya y que no hay nada que pueda hacer para ahuyentarla; se da cuenta de que es ella quien lo tiene en sus manos. Así que se acomoda, y espera que esa comodidad no termine nunca, o no al menos, mientras él así lo quiera.
Comentarios