El INMENSO CATÁLOGO DEL E-BOOK

Desde que supe que Benjamin Black era el pseudónimo que usa John Banville para firmar sus novelas policiacas, me di a la zaga de conseguir el título inaugural de dicha serie (El secreto de Christine) en formato impreso. Alfaguara es la que lo imprime y distribuye aquí en México.
He fracasado en todos y cada uno de mis intentos. En su lugar he encontrado otros títulos de la serie, pero me había empeñado en por esta vez empezar por la primera novela.
 
Ante tanta negativa en las librerías y enfrascado en el tedio de un no-vacacionista en Semana Santa, he sucumbido a comprar el libro en su formato digital.
 
Se trata nada más y nada menos que de 406 páginas (¿páginas?) que por primera vez leeré a través de un dipositivo de lectura electrónica. La actividad como tal no me es nueva, pero sí el hecho de leer una novela completa de considerable extensión en esta modalidad.
 
El libro acaba de descargarse en mi iPad y aún me acucia la incertidumbre de si en la medida que vaya leyéndolo no me sentiré un traidor al formato tradicional. ¿Pero acaso se me puede culpar de tridor cuando durante al menos tres años he buscado el libro y no he podido dar con él? ¿no es acaso esto a lo que la industria me ha orillado? ¿no es la única opción que me quedaba para acercarme de una buena vez a un texto que he querido leer desde hace tiempo?
 
La ironía de todo esto radica en que en mi incursión en el catálogo digital de iBooks he descubierto algo impensable, la gloria de todos aquellos lectores de títulos no tan comerciales y que durante siglos han sido inencontrables en México: La tienda en línea lo tiene todo y por supuesto a un precio significativamente menor al que costaría impreso y endiabladamente reducido en comparación a lo que tendría uno que pagar por una edición impresa e importada.
 
Así pues, en el pecado, lejos de hallar la penitencia, he hallado un motivo más para seguir pecando, si es que puede llamársele pecado a eso, a claudicar ante los poderosos estímulos de la tecnología y la modernindad.
 
 
Durante alguna periodo de mi vida de estudiante trabajé en Gandhi y una de mis frustraciones diarias más grandes era la de atender a un cliente que llegaba con una larga lista de libros, y después de un buen rato de buscar concienzudamente sus títulos en las estanterías, en el sistema, en la bodega y en las mesas temáticas, debía regresar y decirle que apenas teníamos uno o dos de los títulos que buscaba; en algunos casos, ninguno. No sin razón los clientes proferían algún juramento o los más impacibles, un gesto de decepción y aburrimiento.
 
Definitivamente las librerías mexicanas, a diferencia de las españolas, o las de habla inglesa en Estados Unidos o Londres, adolecen de un catálogo que satisfaga esa avidez de los lectores más exigentes. Conseguir un título -no lo negaré- puede convetirse en toda una tarea de de investigación, en una labor casi policiaca en la que hay que irle siguiendo la pista a un ejemplar, a un distribuidor. Puede ser entretenido, pero al final, si no hay recompensa, si uno nunca da caza a su presa, sobrevienen el enojo y la frustración.
 
Por lo pronto yo hoy he renunciado a ambos sentimientos y le doy la bienvenida a la lectura de lo que espero será un buen libro y sin duda una nueva experiencia. Aún así, admito: preferiría el libro impreso. Pero qué se le va a hacer, no se puede tener todo en esta vida, y supongo que en ninguna otra.
 
 
 
 

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