MI CUMPLEAÑOS Y LA CAJA DE COLORES

Ayer fue mi cumpleaños. Digamos que nunca lo espero y justo en la víspera pienso siempre en la mañana siguiente con un poco de pereza; la que me produce ser objeto de tanta atención, al menos por ese día. No hay en esto nada de pedantería ni de -como alguna vez me dijeron- arrogancia. Nunca me he considerado una persona popular; todo lo contrario, de ahí que de pronto recibir tantas llamadas, detalles y felicitaciones me haga sentir incómodo.
Tampoco voy a decir que lo deteste y en todo caso sería raro y triste, supongo, que el día de mi cumpleaños nadie me felicitara o lo hicieran solo los más allegados, los inmediatos; algo que en principio debería bastar. Pero es que con las redes sociales y sus "oportunos" recordatorios uno termina recibiendo felicitaciones de aquellos que se cruzaron por nuestras vidas algún día cualquiera y que por alguna razón decidieron incluirnos (o decidimos) en nuestra nómina de amigos. Ayer recibí un frío "Felicidades, pásala bien" de al menos dos personas que no solo no reconocí por nombre, sino que al ver sus rostros me parecieron completos extraños y a los que no recuerdo haber visto nunca en mi vida. Vaya, ni siquiera hubo un guiño que me hiciera dudar o confundirlos con nadie. Desconozco los motivos de esa gente que cede a la tentación de felicitar a quien el sistema les recuerda que cumplen años solo por el simple hecho de hacerlo. 
En todo caso, estos últimos años los buenos deseos y las felicitaciones para cualquier caso o de cualquier índole han pasado a ser meros mensajes de texto a través de whatsapp o Facebook; por lo general una frase o un par de palabras que solo nos recuerdan, en algunos casos, el olvido al que nos han sometido aquellos quienes se acuerdan de nosotros solo ese día. Quizás en estos casos valdría más recibir una felicitacíón por Twitter, aunque nadie nos garantiza que quien lo hiciera haría uso de esos 140 caracteres. 

A pesar de todo, y aunque uno lo niegue, casi siempre esperamos recibir algo el día nuestro cumpleaños, por más que pueda causarnos bochorno admitirlo o incluso recibirlo, y no ya digamos no recibirlo. Creo que esto a todos nos hace sentir un poco ridículos. "En qué estaba pensando", "De dónde creí que me regalarían esto o aquello". Mejor nunca manifestar nuestras expectativas en ese sentido a nadie. 

Como sea, los cumpleaños por lo general suelen traer junto con ellos algo que realmente nos sorprenda gratamente. La llamada de alguien que no esperábamos; un detalle de aquel que no creíamos que lo tuviera; un regalo inesperado o como me pasó a mí ayer, un número récord de felicitaciones y casi todas ellas de gente que realmente significa algo para mí, sin importar el contexto.
Todo esto me ha puesto pensar en que el número de personas que nos felicitan en nuestros cumpleaños es directamente porporcional al número de personas que hemos cultivado con éxito a lo largo de nuestras vidas. Digamos que en ese sentido cumplir años nos da la oportunidad anual de ir viendo un resultado preliminar de la sumatoria final. "And in the end, the love you made, is equal to the love yo take", cantaba McCartney en Golden Slumbers. 
Mi papá por ejemplo está en el polo opuesto. Desde que lo recuerdo ha deleznado su cumpleaños. Ante el entusiasmo de mi mamá él siempre mostró una molesta apatía que a través de los años le ganó la guerra a la ilusión de los demás por felicitarle, por apagar junto a él un pastel y verlo estrenar un regalo. Hoy, apenas nadie lo felicita. Para él su cumpleaños siempre ha sido "un día más, como cualquier otro". En el fondo, hoy seguramente resiente para sus adentros que ni siquiera sus hijos le feliciten. 

Mi apatía no llegará nunca a tanto, aunque seguramente no seré de aquellos que orquesten la gran fiesta para celebrar o pidan concesiones laborales en ese día; ni tampoco seré de los que se arreglen de manera especial anticipando que serán el centro de atención; ni por supuesto de los que anoten en una lista uno a uno el nombre de quienes le vayan llamando o escribiendo durante ese día. 

Pero cómo permanecer indiferente, en cambio, a la caja de colores de madera que Dafne me regaló ayer, a raíz de que un día -en un rato de ocio distracción, y de forma accidental- me puse a iluminar con gran devoción a Tiger y Winnie Pooh en un libro infantil. Ella supo ver mi devoción, mi completa abstracción al momento y el disfrute casi infantil del adulto que recuerda lo mucho que le gusta hacer algo que sin embargo, llevaba una vida sin hacer. 
Este regalo, esta caja de colores, es hoy para mí toda una promesa de largos ratos de relajada distracción, de una opción más de esparcimiento que escapa a lo convencional. La caja de colores ha sido un regalo tan personal y entrañable como aquellos que a veces recibíamos en la infancia: sencillos, pero que nos recuerdan nuestros más sinceros disfrutes, haciendo que su efecto perdure en nuestro recuerdo, más allá de la duración y la vida física que el objeto pueda tener en el tiempo.

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