LA VIDA LOCAL

Esta reflexión viene de tiempo atrás, cuando viví en Ciudad Jardín con una de las parejas que me han acompañado a lo largo de  mi vida. La casa que habitábamos se situaba justo frente al parque o si se prefiere, frente al jardín que daba nombre a esa colonia. Apenas a unas cuadras empezaba una pequeña y modesta zona comercial (la verdulería, pollería, planchaduría, la tienda de abarrotes) que desembocaba más allá en el mercado -también modesto y feo además- a lado del cual estaba la iglesia y todo ese folclor que empieza ahí en la esquina donde todos los días, y en especial los fines de semana, se asentaba peresoza y afable la señora de las gorditas, con su anafre y su canasta llena de masa, que a medida que transcurría el día se iba convirtiendo en tlacoyos, quesadillas y también gorditas. 
Recuerdo que a todo ese espacio solíamos llamarle "el pueblo"; de alguna manera veíamos en toda esa pequeña constelación de lugares el corazón de la vida social de la colonia, el corazón de la vida  local que bullía cada sábado y domingo con la fiesta eclesiástica y todas aquellas personas que atendían al llamado de la iglesia y de paso se acercaban a comrparle flores al marchante en el mercado, o se pasaban por el puesto de los jugos o por el del viejo ferretero que indiferente les daba una escoba, un martillo o el mecate.
Después de haber estado ahí emprendíamos el camino de regreso y ya más cerca de la casa -y bajo los altos y frondosos árboles que nos daban la sensación de ir volviendo a una falsa zona rural- encontrábamos  algunos oficios como el sastre, o el desaliñado y quizás alcohólico hombre que hacía marcos de madera. También había una papelería y seguramente una tintorería vieja y destartalada. 
A esa altura, justo a la mitad del camino,  todos los días al caer la noche un puesto de quesadillas iluminaba la oscura banqueta. El matrimonio encargado ponía algunos bancos de plástico, insuficientes siempre para los que acudíamos invariablemente a saciar un antojo o el hambre de las noches. Dentro de la casa era siempre un remanso de traquilidad saber que afuera, a unos pasos, todavía había gente ahí, platicando, disfrutando una quesadilla o un pambazo. No faltaría el que se acercara ahí solo por despejar la mente o convivir con alguien a esas horas de soledad y silencio. En Ciudad Jardín predominaba -y creo que aún hoy es así- la gente mayor.
Apenas a escasas cuadras a derecha e izquierda dos grandes avenidas nos comunicaban con la civilización. Bastaba con caminar un par de minutos para salir de ese voluntario engaño y tener a la mano el metro, el lavado de autos o cuanto se quisiera. La vida local terminaba ahí. 

Una sensación similar y de entrañable familiaridad tiñe a cuanto pasa en La Campestre Churubusco, también ahí donde la iglesia, el Superama y una inverosímil cantidad de comercios se apiñan en un espacio tan reducido que convierten el tránsito de la zona en un pequeño caos. Están ahí el restaurantito, mediocre pero siempre lleno de locales que se acercan a desayunar o cenar lo mismo de siempre, con el café humeante y la infalible pieza de pan. Subsiste un videoclub que cada vez se va viendo más desteñido, con su oferta cada vez más miscelánea con la que busca prolongar lo más posible su obsoleta vigencia. Como sea, sigue siendo familiar y placentero entrar ahí a rentar una película de vez en cuando y comprar algún dulce o unas palomitas. 
Frente al Superama es donde se acentúa con intensidad aquella sensación de estar en el pequeño zócalo de algún pueblecillo. Sobre todo los fines de semana están los consabidos marchantes con sus quesadillas, los cocoles, la fruta y verdura, y los elotes que humean pacientes en el tambo metálico en espera de un antojadizo. Igualmente se arrellanan ahí los puestos de las flores, el de periódicos con su prensa amarillista y hasta un carrito de hamburguesas y hot dogs que rivaliza con su fuerte olor a grasa con el otro de los tamales que está ahí a unos pasos, frente a la vinatería y el salón de belleza. Y rodeando todo aquello, los edificios ya viejos y desteñidos, con sus departamentos que veía desde mi salón de clases en la primaria que está ahí, a espaldas de ese pequeño epicentro de la vida social en la colonia.

Al igual que muchas de las otras personas a las que uno suele encontrarse ahí, sobre todo en La Campestre Churubusco -colonia vecina de Paseos de Taxqueña en la que crecí- sigo encontrando un inmenso disfrute en pasearme por ahí y meterme al supermercado aunque quizás no tenga mucho que comprar ni que ir a ver.  A veces me sorprendo buscando un pretexto para estacionarme por ahí, bajarme y meterme a esos lugares que de algún modo me pertenecen, me son familiares y me reconfortan con su sencillez, con ese rostro consabido e inmutable que permanece idéntico aún al pasar los años que en cambio sí lo van transformando a uno. 
De pronto y en medio del tedio inmenso que a veces suponen los días resulta tranquilizador que la vida pueda reducirse a esta pequeña constelación de lugares y personas (siempre las mismas, los mismos rostros en la caja del súper, en el estacionamiento, en la iglesia), a ese microcosmos en el cual -a diferencia del otro que está más allá de esas modestas fronteras apenas dibujadas por un semáforo- no hace falta sufrir ni esforzarse por tener un lugar en él y saber exactamente cuál es ese lugar por pequeño que sea. Aquí, el mundo inabarcable se vuelve asequible, un lugar familiar y seguro del que lo sabemos todo o prácticamente todo de cuanto lo ha ido configurando.

La misma reflexión vino a mí hace apenas unos días mientras veía la predecible y sensiblera película de El Juez, protagonizada por Robert Downey Junior y Robert Duval, en la que aquel interpreta a un próspero y arrogante abogado de ciudad que por alguna razón (la muerte de la madre enferma, me parece) debe volver al pequeño pueblo de su infancia y en el que aún viven sus dos hermanos y su padre, Robert Duval.
Fastidiado por el hecho de tener que volver a un lugar que evidentemente lo confronta con aspectos de su vida que se ha esforzado por dejar atrás, el personaje empieza a reencontrarse poco a poco con su vieja vida a partir de aquellos rostros y lugares que lo vieron crecer y que aunque se esfuerze en negarlos constiyuyen una parte indisoluble del hombre en que se ha convertido. 
Así, van a pareciendo el primer hogar, con sus hermanos incómodos y su pequeña habitación; el bar, el diner local y la ex novia de la adolescencia convertida en madre soltera. Aparecen también los paseos en bicicleta, las sosegadas conversaciones familiares y las viejas costumbres -sencillas pero arraigadas- que lo van reconciliando con el lugar y su entrañable encanto; con esa vida local que siempre nos recibe con esas pequeñeces que eran grandes y lo eran todo cuando nuestra andar apenas comenzaba; o que bien, nos hacen sentir otra vez bien y a salvo en nuestro pequeño mundo.

Comentarios

Entradas populares