ADIÓS, JAVIER MARÍAS
Es curiosa la relación que
establecemos como lectores con algunos autores. Aunque invisible el vínculo que
nos une a ellos desde el anonimato y la distancia física y casi siempre
temporal, hay algo que nos los hace sentir nuestros de alguna manera, quizás
porque cuanto nos han dicho y contado a través de sus libros ha contribuido —en
el mejor de los casos— a moldear nuestra forma de pensar, a relacionarnos de un
modo distinto —literario si se quiere— con el mundo que nos rodea. Son esta
clase de autores aquellos que se vuelven mentores, referencias personales a
quienes volteamos en busca de ayuda, de guía, de consuelo o generalmente, de
algo aún más generoso: de compañía.
Han pasado más de veinte años desde
que siendo un lector aún inseguro de mis gustos literarios, me topara en la
librería con ese título algo críptico que me llamó la atención: “Corazón tan
blanco”. La contraportada decía algo sobre el secreto y su conveniencia
posible, sobre el matrimonio y los corazones tan blancos que acaban tiñiéndose
sabiendo lo que nunca quisieron saber. Nada de eso, sin embargo, sentía que tuviera
mucho que ver con mi yo de aquel entonces. Cuántas veces no tomé el libro entre
mis manos para después dejarlo e irme. Hasta que llegó el día en que salí con
él bajo el brazo ignorándolo todo de su autor decidido a averiguar por mí mismo
si era bueno o no para mí. Javier Marías se convirtió en mi primer salto de fe
por un autor, a una edad en la que o caía de pie o corría el riesgo de quebrantar
la frágil confianza que tenía en mí mismo como lector. Era un paso que, así lo
sentía, me abriría o condenaría la puerta al mundo de los libros.
Aunque me hablaba de temas
propios de la vida adulta, aún incompatibles con mi edad, Corazón tan blanco
fue entrando poco a poco en mí, envolviéndome a través de profundas digresiones
que exploraban cada resquicio de lo posible; un libro en el que primaba la voz
del pensamiento por encima de la acción, a través de ese párrafo largo que se
enredaba en sí mismo para terminar alumbrando aquello que no sabíamos que
sabíamos sobre la vida, sobre nosotros mismos.
Me di cuenta de la dimensión de
mi hallazgo a las semanas de haber terminado el libro. Por alguna razón ahora
era más consciente sobre algunas cosas, y otras las asociaba constantemente con
alguna idea leída y subrayada en sus páginas. El libro había echado raíces en
mí, había hecho algo en mi forma de pensar.
Cuando entendí esto, quise más
del autor, más de Javier Marías, de ese autor español que no escribía como
español, según sus detractores; pero que, con todo y eso, era uno de los
españoles más leídos fuera de su país. Llegué así a Mañana en la batalla
piensa en mí, novela con la que ganó el premio Rómulo Gallegos. Otro título
que al igual que Corazón tan blanco, salía de una frase de su adorado
Shakespeare. No sería el último. Para los amantes de Marías está novela sobre
el engaño y el olvido es quizás una de sus mejores.
Sin seguir un orden cronológico,
me topé después con El hombre sentimental, ganadora del Premio Herralde,
además de su novela más breve. Como la describió en su momento el país, este
libro habla sobre “esa especie en extinción a la que pertenecen los seres que
no se recuperan tras una historia de amor terminado”. De paso, contiene una de
las escenas más hilarantes que he leído, protagonizada por El León de Nápoles,
personaje que aparece también (muchos de sus personajes transitan por diversas
de sus obras) en El siglo, novela tan memorable como otras, aunque
de transición a su etapa de mayor madurez que desde mi punto de vista empieza
con Todas las almas, capítulo clave dentro de su bibliografía, pues nos
permite entenderlo más como autor así como su pasión por la vida y la lengua
inglesas, e inauguraría lo que después se conoció como el Ciclo de Oxford
Y es que, sin ser una autobiografía, Todas las almas recupera parte de
la experiencia de Marías durante los dos años que vivió en Oxford, dando clases
en esa universidad. Con esta obra, además, sentaba las bases de una temática
que se volvió recurrente en algunas de las novelas que vendrían después, entre
ellas todo lo relacionado con la vida oxoniense y el servicio secreto británico;
pero además nos presentaba a algunos personajes que transitarían después por
otros de sus títulos. Tan hondo fue el pozo temático que cavó en esta novela,
que pareció no bastarle con ella. De ahí el experimento auto-ficcional acaso
incomprendido que escribió después: Negra espalda del tiempo (tomado
también de Shakespeare). Novela sin trama que se proponía revisar el universo
creado en Todas las almas, pero terminó convirtiéndose en un largo y puede que
cansado monólogo sobre algunas de sus obsesiones y referentes, casi todos ellos
literarios.
Me sucedió después lo mejor que puede
ocurrirle a un lector: ser contemporáneo de su escritor predilecto. Tuve así el
privilegio de recibir nuevas novelas suyas a un rtimo sostenido de cada tres
años. Con qué expectativa esperé todas las que me tocó esperar, empezando por
los tres volúmenes que integran su obra capital Tu rostro mañana, un
compendio de todas sus obsesiones literarias vertidas en más de 2 mil páginas
en las que perfeccionó un estilo sustentado en la digresión como mecanismo
narrativo para suspender el transcurso de la acción, de detener el tiempo para
explorar cada camino, las posibilidades que encerramos todos bajo determinadas
circunstancias. Lo describe con envidiable precisión Nicolás Cabral en un
artículo que dedicó a esta novela, y cito: “La prosa avanza, se desdobla con el
fin de capturar todo lo que ocurre: las sensaciones y los pensamientos, las
acciones y lo objetos. Todo lo que puede contarse, lo que no puede callarse”.
La prosa de Marías es tan persuasiva que es imposible salir incólume de sus libros,
es decir, sin imitar involuntariamente la manera de pensar y hablar de sus
protagonistas, de ver el mundo así, de un modo más literario.
“Uno no debería contar nunca
nada” nos dice el narrador de Tu Rostro Mañana en el capítulo inaugural del
primer volumen (Fiebre y Lanza), y sin embargo él, Jacobo Deza —mismo personaje
de Todas las almas— se arranca a contárnoslo todo a lo largo de tres libros.
Destaco en particular el tercer
volumen (Veneno, Sombra y Adiós) del que no olvido esas palabras con las que
Jacobo, Jaime o Jacquez Deza se despide de su padre, personaje inspirado en
Julián Marías, padre del autor, quien murió, según recuerdo, mientras él aún
escribía ese volumen:
“Y volví a ponerle la mano en el
hombro un instante, a manera de adiós callado, mientras él se encaminaba ya
hacia la bruma que ahuyenta el viento, o hacia ese exilio en el que uno ha de
desprenderse aún del propio nombre”.
Tras Tu rostro mañana y
después de asegurar a la prensa que esa sería su última novela, nos brindó Los
Enamoramientos, primera novela entre las suyas narrada por una mujer, María
Dolz. Casi un bestseller para un autor de su categoría, Los Enamoramientos puede
ser una de los libros más accesibles para quienes se acercan por primera vez al
autor. Tiene como eje temático la impertinencia de que los muertos pudieran
volver para reclamar su lugar en nuestras vidas, como sucede con el Coronel
Chabert, de Balzac, uno de los hilos conductores de esta novela junto con otras
dos ideas, una de ellas la de ¿Qué no seríamos capaces de hacer por ese alguien
por quien sentimos debilidad durante ese estado previo al amor, que es el
enamoramiento? Y la otra que cuestiona esa falsa creencia de que nuestras
parejas sentimentales son resultado de nuestra libre elección; Marías sugiere
que más bien son el azaroso resultado al que nos fueron llevando los descartes de
otros y otras que no nos quisieron a su lado alguna vez.
Vino después Así empieza lo
malo, último título para una de sus novelas tomado de Shakespeare (Thus bad
begins and worse remains behind, sería el enunciado completo). Novela
ambientada en el Madrid de los años ochenta y que una vez más se asoma a la
intimidad de un matrimonio, esta vez para explorar temas como el deseo, la
impunidad y la arbitrariedad del perdón, según sus propias palabras.
Y es así como entramos a la recta
final de su ciclo como novelista, con la publicación de la que considero una de
sus mejores: Berta Isla, narrada a dos voces, la de ella, la
protagonista, pero también la de su marido Tomás Nevinson. Una novela
que guarda mucho más el equilibrio entre los hechos y la voz reflexiva de sus
personajes; acaso también en la que haya mayores intriga y sorpresas, giros,
por decirlo coloquialmente. Novela genial sobre la espera, el espionaje y las
disyuntivas morales y los sacrificios de quienes han optado por una vida de
ocultamiento.
Y sin saberlo nosotros, esta
novela se convertiría en el origen de la última que nos dejó publicada, Tomás
Nevinson. Ambas forman esta especie de dupla, aunque por ahora no pueda
contarles mucho más de ésta, pues por fortuna me queda aún sin leer, al igual
que su segunda novela Travesía del Horizonte, que no la primera publicada
a sus 19 años, Los Dominios del Lobo; ambas anteriores a la casi
inencontrable, El Monarca del Tiempo, que fue la tercera que dio a la
imprenta.
Pero Javier Marías no fue solo
novelista, sino cuentista, traductor, editor y articulista. Sus aportaciones al
género del cuento se encuentran reunidas en los libros Mientras ellas
duermen, Cuando fui mortal y Mala índole, ésta última más una
novela corta.
Como articulista tiene casi una
veintena de títulos compilatorios publicados con todo lo que escribió en prensa
y, en lo personal, me siento profundamente agradecido con esta faceta suya pues
fue solo a través de ella que pude conocer más a la persona y al lector que él era.
Así, muy pronto entraron a mi vida nombres como Henry James, Isak Dinesen, William
Faulkner, Conrad y Nabokov, por obviar a Cervantes y a Shakespeare; pero
también Eduardo Mendoza, Molina Foix, Cabrera Infante, Juan Benet o Thomas
Bernhard. Mucho de todo esto y del oficio de escribir quedó plasmado en la
recopilación Literatura y Fantasmas, que cuento entre mis favoritos, sin
dejar de lado su libro Vidas escritas, en el que nos brinda retratos
únicos de escritores célebres.
Pero sus columnas semanales influyeron
también en mis referencias cinematográficas, pues era gran cinéfilo y no pocas
veces habló, entre otras, de El Fantasma y la señorita Muir; de El hombre que
mató a Liberty Valance; de El Apartamento, con Jack Lemon, o de El Río, de
Renoir. En la pantalla chica aplaudió a Los Soprano y desde la tribuna a su
querido Real Madrid. Javier Marías era un tremendo aficionado al futbol, no en
balde publicó Salvajes y Sentimentales un libro de artículos dedicado a
esta pasión.
Desde dicho espacio en el
suplemento dominical de El País fijó su postura respecto a una infinidad de
temas, además de que defendió y promovió con vehemencia el uso correcto de nuestra
lengua (era miembro de la RAE), y también se rebeló contra la persecución de
los fumadores y los excesos de cualquier tipo de discurso, principalmente del
religioso, político y feminista. Lo cual, sobra decir, le valió denuestos y
críticas que rebatió siempre con ingenio, humor e ironía.
Como editor, Marías nos legó una
colección exquisita de títulos, algunos traducidos por él y publicados bajo el
sello Reino de Redonda, en honor a la Isla de Redonda, en torno a la cual gira una
historia curiosa que en todo caso lo tenía a él como Rey y representante. Entre
algunos de los títulos más célebres de su labor editorial figuran El espejo del
mar, de Joseph Conrad; la Caída de Constantinopla 1453, de Steven Runciman; el
Brazo Marchito, de Thomas Hardy o La Nube Púrpura, del autor M.P Shiel, creador
del ficticio, que no falso Reino de Redonda.
Entre sus traducciones, imposible
dejar de lado la que hizo con apenas 25 años de la obra imposible de Laurence
Sterne, Tristam Shandy, con la cual ganó El Premio Nacional de Traducción.
El domingo que recibí la noticia
de su muerte me sentí invadido por un cúmulo de emociones difíciles de explicar.
Llevaba dos semanas sin encontrar su columna semanal, después de su
acostumbrado periodo vacacional en agosto; jamás supuse que llevara dos meses
entrando en esa bruma que ahuyenta el viento, dirigiéndose hacia ese exilio
involuntario en el que una ha de desprenderse aún del propio nombre.
Siento que he perdido algo muy
cercano a un mentor, y a quien debo, en buena medida, el hecho de estar hoy
aquí con ustedes hablándoles de libros, autores y literatura.
Decía Javier Marías que el sino
más triste de una novela es que nadie tenga la menor curiosidad por leerlas.
Así que espero que esta semblanza arroje una sombra de curiosidad
respecto a su obra, para que así, a diferencia de lo que él creía, “que todo
avanza irremediablemente hacia su difuminación”, él y sus libros no emprendan ese
viaje ni mueran aún junto con él.
Es curioso tener que morir para
alcanzar la inmortalidad.
Adiós, querido maestro.
¡Adiós, querido Javier Marías!
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