CUANDO SE VA LA LUZ


Ahora que nos han tomado un poco por sorpresa las intermitentes lluvias, ha ocurrido lo que que suele suceder cuando éstas son fuertes y traen demasiado vientos, a saber, quedarnos sin luz por largos periodos de tiempo que con frecuencia van de los treinta segundos a innumerables horas en las que nos vemos privados no sólo de la luz en su sentido estricto, sino de todos los servicios básicos propios de la corriente eléctrica. Y como esto ocurre generalmente por las noches, cuando la luz natural se ha extinguido ya, la supervivencia durante esas horas a obscuras se convierte en todo un reto para el ocio o bien, para el ingenio. No hay televisión ni radio ni computadora, y tampoco hay la luz necesaria para poder leer o escribir, a menos de que se recurra a una buena y peligrosa cantidad de velas con las cuales suplir un foco de moderada intensidad. Así las cosas, el panorama de ese tiempo en penumbras que antecede a nuestro sueño, al que poco le importa si hay o no luz que lo vele o vigile, no es de lo más atractivo y es más bien común que al poco tiempo uno termine durmiéndose ya con la esperanza perdida, pero con la cabeza llena.

Tras varias situaciones semejantes, he caído en la cuenta de que cuando se va la luz, entra en acción todo un proceso que inicia con o el enojo que nos ocasiona el que de pronto, y en mitad de un programa que ansiábamos ver, la proyección de la tele se encoja en un diminuto cuadro y se extinga por completo justo en el centro de la pantalla, o bien, que suceda lo mismo con el monitor de la computadora cuando escribíamos un largo párrafo que aún no habíamos guardado para su posterior recuperación; que durante una atenta lectura las imágenes mentales que las palabras construían de repente se congelen en medio de la negrura, o que la atmósfera que la música creaba se esfume sin previo aviso y dé paso a un silencio inesperado.

En todas estas circunstancias y en otras tantas posibles en las que debemos interrumpir nuestras actividades por algo que finalmente escapa a nuestra voluntad, es normal que ese silencio inmediato se llene de quejas y juramentos. Pero pasados estos primeros minutos que generalmente ocupamos para cerciorarnos de que la falla eléctrica sea general y no exclusiva de nuestra casa, nos empezamos a sentir un poco menos molestos o quizás resignados respecto a las pérdidas ocasionadas por el apagón. Es durante estos momentos cuando se prenden las velas y se buscan las linternas, cuando los que estaban en distintos cuartos o estancias se congregan en torno a la luz o en medio de la obscuridad y se ponen a esperar ya con paciencia a que la espera termine y puedan entonces volver a lo suyo. Pero mientras eso sucede, otra actividad paralela a esta superficial se desarrolla sin que uno siquiera se dé cuenta las más de las veces. Me refiero a la plática, a la convivencia antigua y ya en desuso que se daba cuando no había formas de entretenimiento tan individualizadas como la televisión que absorbe y ensimisma a quién la mira; me refiero a las historias de los padres que los hijos sólo en esas circunstancias escuchamos sin ninguna prisa, a las de horror o espanto que alguien cuenta y el otro recuerda y comparte, a la silenciosa calma que todo lo llena y no cansa sino que relaja y apacigua el acelere y nos pone en orden.

La obscuridad involuntaria nos obliga a iluminar la tiniebla con el pensamiento y la conversación, ambas poderosas e inagotables fuentes de luz ya olvidadas en estos tiempos, pero que redescubiertas al amparo del luminoso halo de una vela vuelven a gustar y a hechizar tanto, que cuando todo ha vuelto a la normalidad y la luz ha regresado, uno casi siempre lamenta el término de ese tiempo infrecuente de convivencia y reflexión a obscuras; tanto como para decir a veces “mejor apágala”.

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