ESCENA DOMINICAL

Discreta, casi con elgancia y aplomo, se disculpa de la mesa en la que su hijos, ya adultos, y su nietos, hablan y ríen. En el fondo una canción suena melancólica y eso parece haber detonado algo en ella, un sentimiento guardado pero latente.

Cuando entra en la casa y la mesa del jardín en la que apenas convivía ha quedado atrás y todo el ruido del exterior se ha convertido en un barullo ahogado, la canción suena en primer plano. Ella parece querer escucharla y es por eso por lo que se ha metido, para entregarse sin reservas a lo que los acordes y la letra le hagan sentir, o pensar, o será recordar tal vez, porque hay algo que le ha nublado el espíritu.
Con el mismo paso lento, pero limpio y sostenido, se acera a un sillón algo apartado, pero al que llega con claridad lo que sale de la bocina. Nada más sentarse y acomodarse un poco en el asiento, ha apoyado su brazo en el descanso lateral del sillón, y recargado la frente en el puño que sotiene arriba, cerrado, y del que asoma un pañuelo con el que ya ha empezado a secarse los ojos.

Por momentos recuesta su cabeza en el respaldo y al mismo tiempo cierra sus ojos, como si prefiriera mirar hacia la obscuridad que hay tras ellos, en lugar de la blancura del techo entirolado.
Así, en esa postura y con los ojos aún cerrados, la edad madura y los años se vuleven más evidentes. El entrecejo fruncido acentúa las arrugas, al tiempo que habla de un dolor que no es físico sino que proviene del alma. Las lágrimas que escurren lentas, muy discretas por sus mejillas arrugadas, así lo confirman; las mujeres de su edad ya no lloran por el dolor físico que siempre pasa, para bien o mal.

Afuera, en el jardín, nadie se ha dado cuenta de lo que ocurre; así es como ella lo ha querido. No quiere agobiar a los hijos y a la familia con algo que para ella se ha vuelto recurrente e incontrolable, a diferencia de lo que ella creyó tras los primeros días. Creía, aunque ya lo intuía como una ingenuidad, que a medida que pasara el tiempo, estos episodios irían espaciándose, pero parece que ha sido al revés; parece incluso que a medida que más se acerca a su hija, el sentimiento va siendo más profundo, como si la irremediable proximidad a la que la somete el paso del tiempo, de los días, aumentara su sensibilidad; es como si lo único que quisiera -para tristeza de todos los que se hallan afuera en el jardín- es estar ya con ella y asegurarse de que ahí donde esté, la enfermedad ha dejado de consumirla y que los dolores y el sufrimiento han cesado para siempre.

Comentarios

Entradas populares