LA CARTA

Él no ha querido ayudarse. Su silencio no deja de ser elocuente, y si él lo supiera, le enfadaría e intentaría por todos los medios de encontrar una nueva y más convincente forma de impostura. Él es el único que no es consciente de lo mucho que nosotros le vemos sufrir, pero el único que puede saber cuánto es lo que en realidad sufre.
Desde que te fuiste, todos los días le he visto desde mi ventana sentarse en su escritorio por las noches a redactar esas cartas que a juzgar por la melancolía de su rostro al escribirlas, deja la piel y el alma en cada cuartilla. Jamás he visto que a nadie le cueste tanto trabajo y esfuerzo expresar el arrobo de sus sentimientos a través de la palabra escrita. Cada palabra la sopesa, la imagina salir de sus labios y llegar a tus oídos; cada una la borra y la vuelve a dibujar hasta que al fin se convence de que sí es eso lo que te quiere decir, pero que por miedo a que lo intuyas frágil y desolado a través de esa palabra, al principio se arrepiente y la tacha, pero después imagina la desolación y los días de solitario silencio y el arrepentimiento de no haber dicho, y como la perspectiva de ello le parece mucho más cruel de lo que en realidad es tomar la pluma y dar rienda suelta a sus pensamientos, finalmente escribe la palabra y no la tacha, pero eso sí, la contempla antes de pasar a la que viene y a las que vendrán en lo que no es más que un borrador de lo que será su carta definitiva.

Él no sabe que le veo, pero parece que los dos hemos encontrado en la obscura noche a la consejera ideal para escribir cada cual sus largas hojas. Justo ahora, al final de la corta y estrecha calle que separa nuestras casas, puedo verlo de perfil con su ventana cerrada y la cortina abierta. Las mías, están abiertas las dos. Me gusta sentir el aire fresco de la noche y de él inspirarme para escribir lo que escribo. Él cierra siempre la suya, recela del exterior sobre todo cuando da inicio su epistolar ritual. O tal vez, no dejo de pensarlo, sea la costumbre, porque antes, cuando aún no te ibas, esta hora, a la que los dos escribimos, era para ustedes la de la intimidad y la pasión.
Yo desde que empecé con mi oficio hace largos años, he escrito a la misma hora y siempre en este rincón que accidentalmente me permite contemplar a veces con morbo y otras con hastío lo que sucede ahí. Y por ello, sé que cuando llegaban y cerraban esa ventana sin a veces correr la cortina, no era más que para entregarse a la instintiva actividad de las parejas.
Ahora todo ha cambiado. Tú ya no estás, pero su ventana se sigue cerrando a la misma hora. A lo mejor lo hace para preservar el más tiempo posible ese fantasma de intimidad todavía impregnado en las paredes de ese interior que desde que te fuiste ha comenzado enfriarse; a lo mejor la cierra sólo por el frío o porque en verdad desconfía del mundo exterior en el que tú, he sabido, ya te mueves cual pez en el agua y cada día más ajena a este pasado al cual yo también pertenezco.
Tarda en dormirse. Hay ocasiones, las más, en que yo ya distraído de sus infiernos, doblo mis cartas, cierro mis libros, preparo mi cama y todo lo que se necesita para suspender la vida durante ocho o nueve horas, y apago la luz sólo para darme cuenta de que un halo luminoso que viene desde su ventana interrumpe la continua oscuridad en la que se sume la noche. Así, sé que se demora y que sus noches son largas, muy largas.
Al día siguiente, pasa frente a mi casa (no le queda remedio por la ubicación de la suya) y desde mi jardín le miro. Cuando me ve, hace un alto y me saluda. Pero se le ve ansioso, y esa prisa contrasta terriblemente con mi parsimonia y calma al momento de revisar mis textos y tomar mi café en la terraza. Dice que lleva prisa porque ha de echar al buzón esa carta que le urge lea su madre. Yo le digo, calmo, que corra porque si no, no llegará a tiempo a la primer colecta que el cartero haga en su jornada. Sé que eso le interesa, porque lo que en verdad le urge es que esa carta no pierda tiempo ahí depositada en el gran buzón. No puede resistir que lo que ha dicho tenga que esperar semanas enteras envuelto en ese contenedor blanco y de papel para que su haber dicho se consume y tenga entonces una reacción, o de menos -y eso sin ninguna duda-, un efecto. Le urge una respuesta también, pero lo que más ansía de llegar y depositar sus palabras en ese cilindro amarillo, es que leas tú, por que mentira que la carta vaya para su madre, lo poco que es sin ti.
Seguro, y entre otras cosas, te contará lo mal que nuestra relación va desde que tu ya no estás.
Pobrecito de él. Si pudieras verle con mis ojos una sola vez y sentir el frío que su solo aspecto transmite, regresarías, y en favor a tu viejo amigo, te lo llevarías lejos de este lugar que ha perdido con tu ausencia y aún más con su fantasmal presencia.
Atiende mi llamado y ven. Ven y llévatelo contigo a dónde tú más quieras, pero por favor, que sea muy lejos de mí.


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