EN FERNÁNDEZ LEAL

Siempre he encontrado un encanto muy particular a la calle de Fernández Leal, en el Barrio de La Conchita. Quizás se deba a que viniendo por Pacífico o Miguel Ángel de Quevedo, ésta sea la puerta de entrada a Coyoacán. Algo así como un pasaje de transición entre las avenidas convencionales y las calles empredradas y adoquinadas propias de la zona.
 
Además de que la Iglesia de La Conchita está ahí, rodeada de frondosos árboles que cobijan su simple y vetusta arquitectura, el parque que la alberga es de lo más pintoresco, como también los son las pequeñas casas coloniales que lo circundan, y tras cuyas fachadas se adivina la vida calma de gente mayor que ha visto transcurrir tras sus ventanas el paso del tiempo. 

Más adelante está la Escuela Superior  de Música, con su edificio de ladrillos y anexos llenos de ventanas a las que siempre me gusta mirar cuando paso, y fantasear con la vida que pueda desarrollarse tras esas cortinas que se ven desde la calle. Todo el edificio me recuerda un poco a esa gran escuela en la que estudiaba el joven David Helfgott, en la película Shine (1996). Si no mal recuerdo su profesor en aquél instituto tenía un gran dormitorio en el que había un piano de tres cuartos de cola (¿o media?) en el que practicaba el pianista. La vida de aquel anciano profesor parecía discurrir entre esas paredes y la cama de sábanas revueltas que había al fondo. Una vida dedicada al estudio y a la ascética erudición. A veces pienso que alguien así vive tras esas ventanas que se ven desde Fernández Leal, o que quizás a orilla del quicio de dichas ventanas haya un sillón viejo y raído en el que alguien se eche a leer un libro o a escribir algo en su pentagrama lleno de tachaduras y correciones. 

Casi al llegar a la esquina con Avenida Juárez hay una florista que está ahí desde temprano. Desde su puesto mira entrar a los niños y a sus papás al kínder de a lado, o a los enfermos y pacientes que llegan a la Clínica de Medicina Familiar del IMSS que está jsuto enfrente, y que pese a su naturaleza no parece pertubar demasiado el aparente ambiente de paz que hay en la calle,  aún a pesar del tráfico matinal que sin duda debe sacar de quicio a los vecinos de la zona.

Ahora, a los atractivos de Fernández Leal se suma el nuevo Centro Cultural Elena Garro, cuyo interior puede verse también desde la calle a través de sus grandes ventanales. Desde fuera se aprecian paredes de piso a techo llenas de libros, y un balcón estilo colonial que los responsables del proyecto han dejado ahí de la construcción anterior: una casa abandonada que resultaba, a su manera, algo espectral.  Esa era su contribución a la calle, y no era poca. Y es que hay de todo, incluso, un poco más atrás, una puerta descuadrada y deslavada tras la que se adivina una vecindad, algo que no puede dejar de contrastar con las casas de enfrente y sobre todo, con los fraccionamientos que hay ahí, resguardados por grandes portones metálicos que cuando se abren dejan ver auténticas casonas. De ese mismo lado hay muchas otras casas y privadas que si bien no son tan nuevas ni opulentas como las de los nuevos fraccionamientos, también parecen pertenecer a gente de gustos más refinados, a juzgar por las fachadas que conservan con discreción la estética que demanda la zona.

También, ahora que lo recuerdo, hay un hospital oftálmico que se suma a los demás comercios y servicios que ya mecioné. Todo en una calle que no es tan larga ni tan ancha y que a simple vista se creería que es exclusiva para uso residencial. De ahí que sea lógico y natural que los residentes de Fernández Leal se hayan manifestado en contra de la apertura del nuevo centro cultural, creyéndolo una amenza a la tranquilidad que ya parece pender de un hilo. Y es que -lo olvidaba- también está el restaurante Hacienda de Cortés,  en el que invariablemente hay actividad y flujo de gente.

 Sí, todo esto en una calle que por las mañanas y tardes se ilumina con la luz de un sol irregular que se filtra por las copas de los árboles y las ramas que cuelgan de ellos formando un túnel dentro del que bulle y palpita la vida diaria. Yo paso ahí una vez al día, por las mañanas y rumbo al trabajo. La veo florecer pero nunca languidecer durante las tardes ni mucho menos reposar o descansar, por las noches. Pero la disfruto, y hay veces en que ya cuando voy de salida, bajo las ventanas del coche para que llegue hasta a mí el olor del carbón que mantiene calientes los tamales que vende la señora que se pone todos los días en la esquina de Fernández Leal y Avenida Juárez. 




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