EL DOLOR

Una sola punzada basta para acabar con todo. El dolor físico tiene una característica única que no comparte con nada ni con nadie y que lo hace incompatible con todo lo demás, material o inmaterial. El dolor físico -ya sea una punzada, una opersión constante o un ardor calcinante- se yuxtapone a todo cuanto importa y significa a quien lo padece.

La sensación se vuleve apremiante y aún el escenario más luminoso se distorsiona ante su presencia. Las ilusiones más prometedoras se ensombrecen y claudican ante la incertidumbre de si ese yugo invisible desaparecerá o no, o si por el contrario empeorará.

Inexplicable, intransferible e insufruble, el dolor es, como pocas cosas, capaz de doblegarnos y dejar al descubierto nuestro lado más vulnerable. Es capaz de absorber, como una esponja, nuestras fuerzas
-física y mental- y expulsarlas de nuestro cuerpo; de despojarnos de nuestra identidad y de hacernos dudar de nuestra condición, y en el peor de los casos, de nuestra duración y permanencia, de nuestra capacidad de seguir y darle continuidad a una vida que de pronto parece amenazada, condicionada a algo descnocido sobre lo que no ejercemos ningún control ni poder.

Todo cambia frente al dolor: el valor de las posesiones habidas y aún más el de aquellas por haber. Todo resulta innecesario y superfluo, sin importancia. ¿Para qué esto, para qué aquello? si no puedo disfrutarlo. Todo se relativiza y lo único verdaderamente necesario es que el dolor desaparezca y se lleve las pesadillas que el malestar invoca.

En medio del dolor lo único que parece inconcebible, es la vida sin él. Mientras dura, mientras late en el cuerpo, su cesación parece improbable. De ahí que el mundo interior se detenga, pues nada puede coexistir con él, con la molestia, la incomodidad y la locura que desata tenerlo dentro consumiendo nuestra libertad y minando de tajo nuestra voluntad.

El dolo infunde miedo, un gran miedo a perder nuestra vida. El dolor nos pone de frente a la muerte.

Pero en el mejor de los casos el dolor es siempre efímero y los miedos construidos en torno a él se desvanecen en cuanto el médico ausculta y diagnostica, receta y resuelve aquello que lo causaba. Poco a poco la luz que se había vuelo opaca vuelve a ser clara, el aire opresivo vuelve a ser fresco y la noche -después de haber sido más negra y solitaria que nunca, receptáculo de temores y sueños terribles- vuelve a ser el regazo que acoje nuestro descanso.

La realidad personal, individual se percibe disinta. La gravedad de todo tormento previo al dolor se relativiza. Todo problema se diluye. Prevalece una sensación absolución que nos purifica y renueva. Por eso el dolor  -pese a sus horrores físicos y psicológicos- es bueno para el alma, siempre y cuando haya un mañana que nos permita evaluar y revalorar lo que bajo su dominio nos parecía amenazado y perdido.



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