MIEDO A VOLAR

Días antes de tener que subirme a un avión mis pensamientos empiezan a ser los de aquél condenado al patíbulo. La emoción de las vacaciones, de viajar, de descubrir y poder disfrutar de un nuevo destino languidece y la expectativa se ve sustiduida por un ansia gradual, por un temor incontrolable a ese momento en el que la tripulación avisa que la puerta de la aeronave ha sido cerrada y que a partir de ese momento queda prohibido el uso de dispositivos electrónicos. 

Las manos me sudan, la boca se me seca y mis palpitaciones aumentan a medida que la aeronave con sus ominosos protocolos de seguridad se encamina hacia la pista de despegue. Lucho por controlar mi respiración, por ser objetivo y racional con respecto al miedo a volar. Y es que es tanto lo que se insiste en torno a que es el medio más seguro de viajar, que incluso he tratado de convencerme de lo mismo por medio del raciocinio y la investigación.

No han sido pocas las veces que he indagado acerca de los aviones, las turbulencias, sus causas y probabilidades (escasas por lo que leo) de que puedan comprometer la seguridad de un vuelo.
Todo lo que he visto resulta muy útil en la teoría, e incluso ha habido ocasiones en las que al ir leyendo todo eso me he sentido absurdo y ridículo por sentir tal aprehensión durante un vuelo... Pero en la práctica la cosa es muy distinta.

Mi superstición en torno a cada vuelo que he de tomar llega a tal nivel, que un par de días antes de abordar empiezo a cuidarme de no decir frases que más tarde -en el caso eventual de una desgracia áerea- puedan ser recordadas por familiares o amigos a manera de epitafios: "Nos vemos pronto", "Muchas gracias por todo",  "te voy extrañar", "te amo", o alguna de esa cosas sobre las que más tarde puedan recapitular y soltar expresiones del tipo: "Mira, sin saberlo se estaba despidiendo".

Sobra decir que en este mismo sentido me abstengo de subir a ninguna red social cualquier tipo de foto mía en el aeropuerto -o aún peor, ya en el avión- que a la postre sirva para decir a mis seres queridos: "mira, aquí estaba apunto de despegar; quién iba a pensar".

Han sido muchos los casos de personajes célebres de los que la última imágen que tenemos es una de ellos a punto de abordar, o ya en el avión, ignorantes de su sino fatal.

Mi ánimo se torna sombrío en los pasillos de los aeropuertos, aunque trato de disimularlo y de contolarlo. Pero la ansiedad interior es tan fuerte que mi estómago empieza a resentirla y a manifestármelo por medio de ruidos y gases que por pudor y prudencia me siento incapaz de liberar. Así que mientras la mayoría de los viajeros se la pasan diciendo: "cuando llegue voy a ir acá o allá, o tan pronto aterricemos llamaré a fulano o sutano", por mi mente lo único que pasa es un: "si llegamos, si aterrizamos", como si lo más probable, lógico y normal fuera que el avión se estrellara, y no como debería ser, que aterrizara a salvo y sin contratiempos. Así, cada nuevo aterrizaje lo siento como un azar, como una suerte y una concesión suprema.

Habrá quien encuentre todo esto increíblemente ridículo, sobre todo habiendo tantas amenidades, lujos y distracciones en los aeropuertos. Tiendas, restaurantes, bares, salones VIP llenan cada resquicio disponible y todos cumplen su cometido de hacer la espera menos tediosa. Yo, por un lado encuentro todo esto muy emocionante porque sé que es el preámbulo del viaje como tal, pero me cuesta un enorme trabajo dejarme llevar y comprar cualquier cosa, pensando que quizás ni siquiera haya una posteridad durante la cual usarla y que comprarla sería una manera cruel de dejarme engañar por un destino al que en esos momentos considero ingenuo, suceptible de ser burlado o engañado.
 
En el despegue
Así que una vez que el avión toma pista y las turbinas rugen y la velocidad me empuja con fuerza hacia el respaldo de mi asiento, mi nivel de nerviosismo es tan alto que los dedos de mis pies se contraen y mi cuerpo se engarrota. El avión vibra y baila un poco en la pista a medida que empieza a tomar velocidad. Afuera en la ventanilla todo pasa tan rápido que pienso "ya no hay vuelta atrás" y es entonces cuando me persigno -como leía alguna vez por ahí- más por superstición que por devoción. 

El avión sigue raudo en la pista pero aún no se desprende del concreto, empiezo a creer que alguna falla le impide elevarse y que tampoco hay ya suficiente pista como para abortar el despegue. Pero es entonces cuando las maravillas de la aeronáutica y la física elevan la aeronave y pronto perdemos todo contacto con la tierra. El ascenso es rápido pero siempre tenso. Es el momento crítico de este pasajero que aún no puede relajar el cuerpo y al que cualquier mínimo ruido o movimiento del avión lo apanica, pues cree que quizás un motor haya dejado de funcionar y que una simple bolsa o ráfaga de aire pueda ser en realidad el inicio de la caída en picada.

Afuera en la ventanilla la altura ya es perceptible pero no total, aún debemos ganar altura. De repente me sobreviene una sensación de mareo, me asomo a la ventanilla y veo que estamos girando, agarrando rumbo y que abajo el mundo se ha convertido en tierra de liliputenses. A lado de mí hay silencio, la gente lee sus revistas; otros, profundos en su sueño, ni cuenta se han dado del despegue. Algunos ya se han parado al baño y otros exploran el sistema de entretenimiento del avión. Siento entonces un dolor agudo en los pies y las piernas y recuerdo que debo relajar mis dedos contraídos, así que lo hago, me suelto y empiezo a respirar profundamente para "disfrutar el vuelo". Ya ha pasado lo peor, pienso. La tranquilidad reina -al menos por unos minutos- cuando se apaga la señal de abrocharse los cinturones de seguridad y cuando el capitán, amable, asegura a los pasajeros que "hoy es un gran día para volar con viento a favor y cielos claros". Pero ¡ay! esto último no siempre sucede.

Ya en el aire
En general cuando no hay turbulencias fuertes viajo tranquilo a partir de ese momento y hasta unos 40 minutos previos al aterrizaje. Pero cualquier turbulencia o sacudida me pone de nuevo en alerta. En ese momento dejo de hacer todo lo que esté haciendo y si había logrado cierta concentración en las páginas de un libro o en la trama de alguna película, en ese instante se esfuma. Volteo a ver a los pasajeros que estén cerca de mí y busco en sus caras algún gesto que denote un nerviosismo o susto contenido que confirme mis temores, pero rara vez lo hallo. Al contrario, por lo general la gente es indiferente a las turbulencias a menos de que sean severas. O será que algunos disimulan al igual que yo. Pero cómo envidio la indolencia de los que en verdad no la sufren; tanto o más que a quienes duermen profundamente o al menos concilian el sueño durante los vuelos. Para mí es una guerra perdida. Cuando mucho me adormezco un poco y cabeceo, pero siempre soy consciente de la situación. Lo único que a veces logra embotarme con más o menos efectividad es el alcohol. Por eso siempre pido un whisky o una cerveza para relajarme lo más posible. Cuando estoy bajo el influjo de la bebida y el avión se mueve, mi aprehensión se comporta de un modo curioso. Sobreviene la típica ligereza de la ebriedad: "ay bueno, si se cae, pues ni modo", llego a pensar. Pero esto dura poco y si el vuelo sigue turbulento una sensación trágica anula de golpe el discreto efecto del acohol. 

Sobre todo durante las turbulencias, trato de pensar en lo que he leído respecto a ellas con el fin de traquilizarme. Repito para mis adentros que mi miedo es injustificado y me reprimo a mí mismo diciendome cosas tales como "en qué habíamos quedado" o "ya habíamos pasado por esto". En alguna ocasión he pensado en lo absurdo que sería que un avión no se moviera en el aire, sobre todo cuando es esta la fuerza natural con más capacidad para mover cosas. Me digo también que los coches se mueven en tierra y los barcos en el mar. Cada medio de transporte "sufre" los embates propios a los que le somete cada uno de los elementos. Como sea, el temor permanece. Y es que un accidente aéreo por lo general es fatal para los pasajeros, y allá arriba, en el aire, no hay manera de bajarse ni de hacer nada para sobrevivir a alguna falla técnica de la nave. Uno depende del avión y su piloto. Mar y tierra, en cambio, ofrecen una posibilidad, una esperanza de salir si no ilesos, al menos con vida.

Para el aterrizaje
Por contradictorio que parezca, prefiero siempre viajar en ventana y saber qué es lo que está pasando afuera. Si el avión se agita y puedo asomarme y ver que el cielo es claro y solo se trata del aire, me tranquilizo, a diferencia de cuando el avión entra a una nube y ni siquiera alcanzo a ver el extremo opuesto del ala. Esto pasa sobre todo en los descensos, cuando el avión debe atravesar la densa capa de nubes de nuestros cielos. Con frecuencia éstas son densas e invariablemente mueven los aviones con mayor o menor furia. A esto hay sumarle la desagradable sensación de descenso que se siente en la cabeza y el estómago; las advertencias de la cabina sobre el uso del cinturón de seguirdad, la interrupción obligada del uso de dispositivos móviles. Todo esto me hace pensar que pronto aterrizaremos y en todo lo que me espera a mi llegada al nuevo lugar o bien, en mi casa, si es que voy de regreso. 

Los alerones en las alas comienzan a moverse, la compuerta del tren de aterrizaje se abre y estremece al avión con sus múltiples ruidos mecánicos. "¿Se abrirá?" me pregunto con nerviosismo si el ruido se prolonga más de lo que creo normal. Si es de noche y el interior del avión iba en la penumbra, las luces se encienden y nos pinden abrir las ventanillas, con el fin -sospecho- de que en un eventual accidente tengamos manera de orientarnos y tener mayor capacidad de reacción. 

El clásico timbre que se escucha en los aviones previo al anuncio de la tripulación, o cuando un pasajero solicita la atención de una sobre cargo, siempre me sobresaltan, sobre todo durante los descensos. No puedo evitar presentir que se trata de un anuncio del capitán para hablarnos de una complicación tardía y de las instrucciones para intentar salvarla o sobrellevarla.

Abajo el mundo va adquiriendo proporciones reales, menos relativas. Las alas se cimbran sobre los edifcios, las casas, las montañas y las aguas. El avión vuelve a parecer frágil, casi como de papel desafiando la gravedad con sus motores que rugen. La velocidad es entonces más evidente, más perceptible. El avión pierde estabilidad frente a los vientos que lo mueven de izquierda a derecha, de derecha a izquierda. El aterrizaje así es impensable, el ala rozará el piso en cualquiera de los extremos. El avión está ya solo a uno cuantos metros de las casas y techos y la pista no aparece aún bajo nosotros. 

De pronto, diviso los aviones estacionados, las pistas, pero el avión no termina de descender y surge el último de los temores: que el piloto no haya calculado bien la distancia y en vez de aterrizar esté sobrevolando la pista;  me enderezo en el asiento, me pongo rígido y espero el contacto. La espera se distiende. Por fin, abajo se siente un impacto, terso unas veces, brusco, otras; de imediato las alas se transforman en un freno de mano y el sonido del viento frenándonos va in crecendo, junto con la aparatosa y ruidosa vibración de todas y cada una de las piezas de la aeronave. Un último enfrenón nos devuelve a la velocidad inicial y entonces sé que todo va a estar bien. Me seco discretamente las manos y sonrío con ironía y alivio cuando la tripulación se despide y dice: "espermos que hayan disfrutado su vuelo con nosotros, y  esperamos verlos pronto en algún otro de nuestro vuelos".

Así de rápido, la pesadilla ha terminado. 

Tierra firme
Cualquier otro día voltearé al cielo al ver pasar un avión, y pensaré en cuántos aviones no surcan los cielos diariamente a cada hora y cada minuto. Pienso en los pasajeros que en ese momento están en esa nave y en cómo se estará sitiendo su descenso o despegue, y si habrá alguien que como yo, viva, para su pesar, lo mismo que vivo yo. 
Desde aquí abajo el vuelo se ve seguro, el avión se ve firme y me río retrospectivamente de mis temores.
"Todo mundo viaja así. Después de todo y pese a todo, es la forma más segura de viajar", me digo, antes de seguir mi camino. 

Epílogo
Siempre he creído que no hay nada tan verdadero como escribir sobre algo mientras ese algo dura o está sucediendo. Los sentimientos son más sinceros, más reales, menos imaginados. Por lo mismo pensé durante varios días escribir esto antes de mis más recientes viajes, o bien, hacer notas mientras estuve en tránsito los últimos meses. Sin embargo, me rehusé pensando que hacerlo podría resultar nuevamente ominoso o trágico si en alguno de los vuelos que tuve que tomar recientemente hubiera sucedido algo. Este escrito habría sido una sardónica carcajada del destino. Por suerte no fue así, y de momento no tengo ningún vuelo pendiente que tomar. Es con esa tranquilidad que finalmente escribo esto. Por lo demás, sé que cuando vuelva a subirme a un avión, tendré presente este texto y pensaré de nuevo, si estas palabras no estarán condenadas a convertirse en un irónico legado. 
 

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