LAS VIRTUDES DE LA INFIDELIDAD

"Writing is a form of personal freedom. 
It frees us from the mass identity 
we see in the making all around us"
Don DeLillo

Hace algunos años, estando en la universidad, hubo un momento en el que hacia el final de mis estudios la mayoría de mis amigos estaban en relaciones de largo aliento a las que incluso ellos consideraban serias. Eran de esas relaciones tan afianzadas que ya era imposible concebir al uno sin el otro. Se trataba, al menos de parte de mis amigos, de un sentimiento sincero por sus novias y estoy seguro que más de uno de ellos en su momento habrá albergado ilusiones de casarse con esa persona que, al cabo del tiempo -en la mayoría de los casos- resultó solo pasajera; no por ello baladí. 
Estábamos en los meses finales de la carrera, cuando ya con los ánimos distendidos y una prevaleciente sensación de término, los grupos más unidos empezaban a organanizar fiestas, reuniones o salidas de fin de semana con el fin de "vivir al máximo" esa última etapa única de la vida en la que no hay apenas responsabilidades económicas ni laborales.
Azuzados por esta repentina y efímera fiebre, por ese afán de extraer hasta la última gota de juventud que anticipaba el ocaso de la vida estudiantil, buena parte de mi grupo de amigos empezaron a permitirse ciertas conductas que contrastaban con sus personalidades y convicciones. 
Uno a uno, en distintos momentos y circunstancias, fueron sucumbiendo a las tentaciones de la infidelidad. Algunos, los más congruentes, lo hicieron con "amigas" o mujeres con las que al menos habían tenido alguna amistad previa, algún antecedente; algo no consumado pero sí contenido, postergado.
En la mayoría de los casos dicha infidelidad -fugaz y circunstancial- no tuvo mayores consecuencias; ninguno desarrolló sentimientos por el otro ni ninguna de las parejas traicionadas se enteró jamás del hecho. En términos más novelescos,  el crimen quedó impune. 
A raíz de la anécdota recuerdo haber escrito un ensayo en el que buscaba explicarme la mecánica que ponía en marcha aquella conducta social tan vilipendiada pero a la vez tan socorrida. En aquel entonces llegué a la conclusión de que la traición inherente a todo acto de infidelidad podía defenderse desde un punto de vista bajo el cual ésta podía ser una manera de sustraerse momentáneamente al hastío producido por la repetición inevitable a la que nos somete la feliz estabilidad con la pareja. Por lo mismo, la infidelidad de esos años se me revelaba como una forma de mantener a salvo a la pareja de ese agotamiento que tantas veces conduce a la renuncia. "Una forma de seguir queriendo" titulé aquel texto. 
A 10 años de haber escrito esas líneas mi argumento no difiere apenas del de hoy; en cambio, nuevas inquietudes han surgido en torno al porqué de esa necesidad. 

No hay nada que genere más insatisfacción en el ser humano que quedarse a deber a sí mismo algo que en su momento pudo haber obtenido valiéndose de los propios medios. Puede tratarse de un bien material o de algo intangible como una experiencia o una actividad por simple e insulsa que pudiera parecer a los demás. Esto genera deudas con uno mismo, suceptibles de causar desequilibrios emocionales que tarde o temprano repercuten en el individuo y de manera refractaria en aquellos que le rodean, siendo la pareja la víctima más vulnerable. Lo mismo ocurre con los deseos carnales cuando uno se priva de ellos en nombre de la virtud de la fidelidad. 
Uno de los compromisos más radicales de cuantos implica la vida en pareja -por no hablar de la vida conyugal- es la renuncia permanente a compartir el propio cuerpo con nadie que no sea el ser amado. Como si una simple norma social y cultural pudiera domar el instinto primigenio que late -con mayor o menor intensidad- en lo profundo de todos nosotros.
Quien perpetra una traición carnal goza de la no-privación que presupone ese compromiso, lo cual podría hacerlo caer en la trampa de creer que le ha sido dado disfrutar de lo mejor de ambos estilos de vida sin la tener que sacrificar algo a cambio.
Cuántas parejas no han terminado o han tenido que atravesar una crisis -en algunos casos insalvable- porque uno u otro titubearon al entrar en contacto con alguien que, rodeado de un halo de novedad, pareció, aunque fuera tan sólo por unos días o una corta temporada, mejor que quien estaba en esos momentos a su lado. Y así, arrastrado por las dudas, fue sorprendido y abandonado por la otra parte despechada; o quizás -y en el mejor de los casos- fue él quien en un afán de ser congruente decidió alejarse o tomar distancia para no lastimar a nadie, confiado en que estaría mejor a lado de la recién llegada. Todo esto para darse cuenta, al poco tiempo, de que el sentimiento era falso y endeble y que tras la fascinación producida por el impostergable deseo -una vez satisfecho- había tan solo el engañoso canto de las sirenas. Sobrevienen entonces las decepciones, el arrepentimiento y la búsqueda de un perdón que probablemente no llegará. Y es bajo esta luz que la infidelidad emerge, desde el fondo de la pérdida, como una alternativa para haberse sometido a la decepción y al regusto amargo de las consecuencias, pero sin el sacrificio de la relación verdadera.
Visto fríamente la infidelidad se erige como un botón de muestra, como un atisbo de lo que sería aquello de lo que no se está seguro de querer que sea. La cuestión, en síntesis, no sería otra que considerar si la infidelidad es o no un recurso válido y legítimo para "proteger" la relación formal frente a los antojos y desvaríos del deseo.

Dándole vueltas a la asunto e intercambiando puntos de vista, me he topado con aquel que niega rotundamente que la infidelidad sea un síntoma inequívoco de que algo marcha mal con la pareja. Porque lo que es incotrovertible es que un alto porcentaje de hombres y mujeres dispuestos a engañar a sus parejas lo hacen simplemente por hastío, por aburrimiento y porque ven en esa tangente una escapatoria a sus relaciones caducas o peor áun, socialmente convenientes. Se trata de personalidades débiles y carentes de imaginación, en el sentido en que son incapaces de imaginarse otra vida y a otra persona de las que ya tienen, a pesar de su infelicidad y su insatisfacción.
Pero hay otro tipo de personas quienes al engañar a sus parejas lo hacen con la seguridad y el aplomo que les confiere la certeza de saber que tras sus acciones hay solo una necesidad instintiva y que no hay apenas riesgo de quedar enganchados sentimentalmente ni de someter su psique al yugo de la culpa. Para ellos no hay en el acto nada que comprometa el alma; como si la persona encargada de saciar esa necesidad fuera, en su sentido más literal, un mero receptáculo físicamente separado del otro que contiene los sentimientos.
En su libro Amarse con los ojos abiertos, Jorge Bucay y Silvia Salinas retoman la idea de que en las sociedades tradicionales de antes, el matrimonio servía más para preservar el linaje pero no como una base válida para establecer relaciones duraderas entre un hombre y una mujer. "Más que eso", cita el libro, "ninguna temprana sociedad ha tratado, mucho menos con éxito, en juntar amor romántico, sexo y matrimonio en una sola institución". La cultura griega juntaba sexo y matrimonio pero reservaba el amor romántico para relaciones entre hombres y muchachos. Más adelante, en el siglo XIX, los victorianos tuvieron la idea de basar el matrimonio en ideales románticos, pero lo excluido era el sexo. En este marco, el placer carnal estaba confinado a los prostíbulos.
El argumento central de todo esto gira en trono a que es sólo una creencia muy reciente, y al parecer absurda, aquella de que amor, sexo y matrimonio deban encontrarse en la misma persona. "Somos los primeros que tratamos de juntar el amor romántico, la pasión sexual y un compromiso monógamo en un solo acuerdo". Según Margaret Meal, autora de estos pensamientos, dicha concepción es una de las formas matrimoniales más difíciles que ha inventado la raza humana. De ahí que no sorprenda el hecho de que aún en la relación más estable y funcional pueda haber cabida a un deseo extra marital que no le sea -ni deba serle- dado saciar al sera amado.

Entender la infidelidad como una necesidad puede escandalizar, inquietar, pero algo debe haber de cierto en ello cuando hay quienes han llegado al punto de convertirla en un modelo de negocio, y no me refiero a la prostitución.
Hace poco, por cuestiones muy azarosas, entré en contacto con un sitio en Internet llamado Gleeden, denominado a sí mismo como el primer sitio de encuentros extra-conyugales pensado por mujeres. En un comunicado que envía este sitio a sus usuarios vía mail (entiendo que este tipo de contenidos los hacen llegar con cierta periodicidad a sus afiliados) un estudio hecho por ellos mismos titulado "los españoles y las virtudes de la infidelidad" revela que el 40% de los españoles piensa que ser infiel les permite cumplir sus fantasías sexuales; además, el 42% declara que la infidelidad aumenta la confianza en sí mismos, mientras otro 30% asegura que una aventura extraconyugal puede resultar beneficiosa para la pareja. Una última estadística apunta que el 25% de los españoles estima que la indifelidad les permite vivir experiencias que no podrían vivir de otra forma. A manera de colofón el análisis especula: "Parece ser que la infidelidad es una forma de escapar de un momento de rutina de la pareja... para volver a ella más feliz y realizado."
No tengo noticia de cuándo data este sitio, pero una somera revisión a sus enlaces me llevó a una artículo de El País dedicado al tema, en el que los fundadores de Gleeden declaraban: "no fomentamos la infidelidad, respondemos a una necesidad", para más adelante cerrar la entrevista con un lapidario: "Nosotros no hemos inventado el adulterio".
Atribuir todo esto a una presumible promiscuidad de los españoles sería un cobarde esfuerzo de negar lo que más bien parece ser connatural a los seres humanos.
En el día a día, desde luego, nadie de atrevería a hablar o reconocer -al menos frente a su pareja- esta necesidad que linda con lo fisiológico. Los convenciones sociales por lo general logran imponerse y manter así el orden establecido tiempo atrás por instituciones diversas, con la familia y la Iglesia Católica a la cabeza. Pero aún aquellos que por sus valores se han creído por encima de todas estas consideraciones, me consta que se han sentido atraídos por la novedad de hallarse descubiertos por alguien distinto a su pareja. Las convicciones empiezan a venirse abajo y finalmente sucumben ante la tentadora premisa de "después de todo, quizás podría tener algo mejor". 
Independientemente del resultado final, el carcater revela una inesperada predisposición a asomarse al vacío. No importa cuánto dicha persona niegue esto frente a su pareja o frente a sí misma, si por encima de sus palabras sus actos revelan disposición y condescendencia para quien la corteja y la instiga con audacia o zalamería, hasta arrastrarla a un terreno en el que ya no pueda reconocerse a sí misma y en el que descubra -con espanto y embeleso- esa otra parte adormecida de su personalidad por la que al menos por una vez, quizás esté dispuesta a dejarse llevar, con el riesgo -no siempre asumido- de encontrar ahí algo insospechado que la sustraiga definitivamente a esa persona.

El ego, esa forma intangible del yo capaz de gobernar a la propia voluntad y someterla en su nombre a algunas de las acciones más cuestionables, es en la mayoría de los casos el motor decisivo que empuja a unos y convence a otros de hacer lo que bajo cualquier otra circuntancia les parecería condenable. Pero a quién no le resulta halagador y seductor que alguien más repare en ellos; que alguien distinto vea más allá de lo consabido y de lo que el ser amado les ha convencido de ser... o no ser. No es otro el motivo que lleva a tantos hombres y mujeres -comprometidos o no- a ir detrás de otros por los que se sienten física o emocionalmente atraídos; hay en ello un afán de reafirmar su propia vigencia, de demostrar y demostrarse que pueden aún seguir siendo atractivos, interesantes, relevantes. He ahí el riesgo de la infidelidad, el de despertar a ese mounstro adormecido, pero voraz, que se alimenta de triunfos efímeros y de la misteriosa fascinación por lo ajeno y lo desconocido. Porque después de todo, qué es la infidelidad sino una manifestación de aquel prehistórico deseo del ser humano de vivir otras vidas y experimentar algo más allá de las fronteras que nos han sido impuestas; qué sino esa forma de insuflar vida, aunque sea de manera fugaz, a nuestras posibilidades, a esa duplicidad del ser a menudo tan desconocida, tan poco explorada.
Qué es la infidelidad sino esa hambre inaplacable de abarcar y conocer los límites de lo tangible antes de tener que enfrentarnos al drama de nuestra propia finitud.

Comentarios

Lienzo ha dicho que…
Tu ensayo de la infidelidad me parece abarcar casi todas las posibilidades salvo la realmente ser fieles. No me meteré aquí con comentarios sobre los estudios de genética que relacionan cierto gen con la fidelidad o no, ni con las hormonas y su relación con el establecimiento de relaciones a largo plazo. Más bien siempre he tenido la impresión de que cualquier reducción del ser humano a un "sí" o a un "no", o a la justificación de "esto es natural" y "eso no", tiende a reducir el amplio abanico de lo que es ser un ser humano.
Creo que la fidelidad se les puede dar a algunos de manera natural, creo que pueden construir en eso así como otros construyen sobre la naturalidad de la infidelidad.
Melina Lainez ha dicho que…
aun los años te hagan darte cuenta de como pillar a tu pareja, no es fácil de sobrellevar

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