VÍSPERAS

Los días, horas y momentos previos a un acontecimiento en particular tienden a estar revestidos por una mágica y extraña sensación de espera, de algo por venir, de algo que incluso está por cambiar, por ser alterado, aunque sea durante ese tiempo breve que ese momento -aún por llegar- esté destinado a durar. 

La cotidianidad más anodina tiende a adquirir cierto carcácter onírico que confiere al entorno un halo de novedad, de ajena familiardiad hacia todo cuanto -a pesar de ser igual- se siente extraño y difuso. Y puede ser que esta realidad exacerbada sea la responsable de que -una vez transcurrido el hecho esperado- quede la impresión o sensación de haberlo vivido de una manera mucho más intensa durante la víspera que durante el momento en sí, que por lo demás, puede resultar intrascendente o decepcionante.

La misma sensación antagónica sobreviene una vez que todo ha terminado. Después de la decepción o del transcurso fugaz del momento tan esperado, todo vuelve -o parece volver- a una desoladora quietud que se deja sentir con especial intensidad a través de los objetos que nos miran cual si supieran -desde su existencia inanimada- que todo aquello para lo que se habían engalanado y adquirido ese caracter onírico, hubiera ya transcurrido, y ahora, al igual que nosotros solo pudieran sentirse inanes y absurdos. Hay en todo ello una melancolía, una tristeza por aquello que ha terminado y dejado de ser. Se extrañan entonces la excitación, la expectativa, esa cándida ilusión por lo venidero.

A través de los años he ido aprendiendo a identificar con mayor nitidez dichos estados de espera y a disfrutar con mayor plenitud de esa emoción anticipatoria. Conviene hacerlo así porque lo cierto es que nada ni nadie puede nunca garantizar que algo discurrra del modo imaginado o deseado y nos salve así de la irremediable decepción. Pero en cambio sí está en uno el disfrute -al menos de modo subjetivo- de todos los elementos circunstantes que configuran esa víspera y que en nuestras manos son suceptibles de ser manipulados y configurados para que más tarde puedan constituir la esencia de aquello que esté por venir. 
 Y es esa espera y el modo en que uno la vive, la responsable del regusto que nos quede de cuanto venga después, pero solo una vez que hayan desaparecido la resaca y las impresiones siempre sumarias de la noche anterior. 

La melancolía, la nostalgia por aquello que se ha ido, por la ilusión ya perdida que alimentaba aquella espera tarde o temprano desaparecen y dan paso a nuevas ilusiones. Y no podría ser de otra manera. Después de todo estamos inmersos en una eterna víspera que día a día caduca y se renueva. Todo está en cómo vivirla y traducirla en algo que, con independencia de lo que se lleve o nos traiga, baste para mantenernos siempre en vilo, mirando hacia adelante. 

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