EL ADIÓS DE MI PADRE



La gente muere todos los días, eso lo sé, pero mi padre murió un lunes que nunca olvidaré. Todo cuanto hice y dije ese día; el suéter gris con camisa blanca y corbata a rayas a azules que vestí; los trayectos que recorrí, la música que escuché la hora previa; todo se ha quedado impregnado para siempre de un halo de retrospectivo presagio que se convertiría en sentencia cuando recibí la llamada de mi mamá enloquecida -fuera de sí- incapaz de reaccionar ante lo que -aunque en ese momento no se atrevió a reconocer- era la muerte que había cerrado los ojos de mi papá, ahí en su cama, de manera súbita, inesperada. Pero incapaz de admitir que las cosas hubieran terminado así, sin tiempo siquiera de trasladarlo a un hospital para recibir aunque fuera el peor de los diagnósticos, lo llamó a despertar, a reaccionar, a regresar. Pidió ayuda a nosotros, a sus hijos, y todos acudimos, todos llegamos en cuanto pudimos pero ya con la certeza de lo irremediable ensombreciéndonos la esperanza que esta vez no fue lo último en morir, como sugiere la vieja fórmula; esta vez no hubo tiempo de abrazarla. 

Los días que han seguido a ese lunes los he vivido en un estado de ensueño, de irrealidad. Y es que hay algo de inverosímil en la muerte de un ser querido y responde a esa sensación de entender la ausencia como algo temporal. El recuerdo de la voz de mi papá, de lo que me dijo ese lunes está tan fresco. Lo mismo pasa con sus modales, sus andares prematuramente cansinos, sus actitudes, su materia. Todo está tan latente que es imposible hacerse a la idea de que no existe más y que esos recuerdos que sintetizan su esencia están condenados a ser los últimos; no habrá ya un mañana que los renueve ni sustituya. La imagen de mi papá ha quedado congelada en el tiempo pero de algún modo sigue moviéndose en el subconsciente. Esto se debe -supongo- a la costumbre o noción de saber que durante los años de vida que compartí con él su existencia fue paralela a la mía; era una certeza que no dependía de verlo todos los días ni de saber de él; al contario, fue mucho el tiempo que pasó lejos o tan solo ausente. Esa inercia no se ha detenido. Cuando me entrego de lleno al presente y olvido la pérdida por unos momentos, se reactiva ese mecanismo gracias al cual siempre tuve conciencia de su transcurso, es como si aún viviera y estuviera en la casa. Es hasta que me acuerdo que ha muerto, que el holograma se desvanece dejando tras de sí una sensación de mareo, de vacío y de pérdida, de irrealidad.

He estado abstraído, inmerso en un mundo que sí, se parece al mío pero que ya no lo es. Todo se ve igual pero nada se siente igual; es como si todo hubiera sido alterado desde lo más profundo. Esa noche, por primera vez en mi vida dormía con el vacío de la pérdida, sin mi padre que estuvo ahí -presente o ausente- desde mi alumbramiento;  antes, incluso. Hoy, la ausencia es tan  implacable, que la razón no alcanza a asir esta nueva realidad, la de su no existencia. Cómo encajarla si desde el nacimiento los padres nos acompañan y son una idea inmutable, un lugar, un hogar. Así, aunque sé que mi padre no volverá jamás, a ratos simplemente creo que ha salido de la casa a una de sus andanzas y que de un momento a otro lo veré entrando por la puerta del garage y me preguntará como solía "¿Qué pasó hijo?" Solo que ahora en vez de rehuir su llegada, de equivar su mirada, ahora sí querría verle por ahí, darle un abrazo y rodearle del cariño que tantas veces le escatimé por falta de sensibilidad, primero, por falta de madurez más tarde y por orgullo al final. 

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Durante tantos años estuve habituado a confiar en el mañana, a depender de su inmutable existencia para renovar las oportunidades de modificar las actitudes para con mi padre... y hoy que esas posibilidades han sido anuladas, canceladas, veo a lo lejos el tiempo que tuve y que paradójicamente me faltó, así como me faltaron el valor y el coraje para ver realmente a mi papá en su humanidad imperfecta, para entenderlo y desde ese entendimiento quererlo, aceptarlo y perdonarlo. Pero ¿quién puede culparnos de nuestras fallidas relaciones con los padres, o por no saber entender la figura antagónica que tantas veces encarnan, con sus actitudes incomprensibles, contrarias a las que creemos que pueden acercarnos más a la dicha y la armonía familiar? Nadie. Nadie puede ni debería culparnos; menos debería hacerlo uno mismo y aún así estos días no he podido hacer de lado la incómoda sospecha de que con nuestras omisiones fuimos nosotros, su familia, quienes de algún modo aceleramos su partida. Porque mi papá murió de tristeza, de abandono. Mi padre murió dolido con su esposa, con sus hijos, pero también con él mismo, presa de decisiones que se convirtieron en cárcel y martirio para su conciencia. 

Su sufrimiento se volvió inabordable, al igual que su fastidio, su decepción, su falta de fe en Dios y en el mañana que lo había traicionado, o al menos así lo veía, siempre incapaz -al menos frente a los demás- de reconocerse responsable de su destino. Sus últimos tres años estuvieron marcados por un dolor silencioso, por una vida íntima y velada, deprimente, por la que nadie le preguntaba, por la que manifestábamos el más cruel de los desapegos. Todos ignorantes de que su tormento podía realmente irlo apagando hasta consumirlo; de que la falta de voluntad, de ganas, podía minar su fuerza física y socavar su espíritu hasta morir.

Por todo esto su muerte ha sido más difícil para nosotros. Las culpas y los remordimientos se han agolpado como preví tantas veces en que me reconocía incapaz de acercarme a él. Siempre creí que habría tiempo, más tiempo. El dolor es implacable cuando nos damos cuenta que quisimos haber dicho y hecho cosas que no fueron nunca dichas ni hechas. Cómo quisiera en estas circunstancias  ser un devoto convenenciero y creer en todo lo que he escuchado en las misas en las que estuve presente. Creer en ese cielo, en esa eterna dicha, en ese lugar pleno de misericordia divina que consuela a aquellos que creen. Pero más bien he llegado a la decepcionante conclusión de que ese cielo ni siquiera fue pensado o concebido -al menos como idea- para ellos, para los muertos, sino para los vivos que penamos por su ausencia y nos consolamos de nuestra finitud, de nuestra inevitable transitoriedad pensando en él. Es irónico, pero la muerte existe solo para los vivos que la tememos desde muy pronto; para nosotros que nos esforzamos por ahuyentarla, por aplazarla. Y cómo nos esmeramos en vivir, en hacer. Cómo se nos va la vida y con cuan poca conciencia de todo lo que va englobando nuestro trayecto. Todo lo que cabe: el nacimiento, los primeros años, siempre desvalidos; la infancia, la escuela, la familia, el trabajo, el amor, las frustraciones, las depresiones, el llanto y los viajes, la enfermedad y el asombro y también las decepciones; los errores y las vergüenzas, los días de tedio y los que dejaron huella... y a qué tanto esfuerzo, tanto pesar, tanta carga y tantas preocupaciones; a qué tanto concierto por cosas que se nos van. La muerte nos niega, nos borra y es tan poco lo que va quedando conforme el recuerdo va consumiendo aquello que era fresco y parecía permanente.

Y a pesar de todas estas consideraciones la Iglesia desde su púlpito se esmera en brindarnos la imagen de quien se ha ido, pleno y feliz ahí donde está, donde ya no hay más noción del dolor. Pero cómo quisiéramos penetrar en ese mundo y comprobar que es cierta esa falsa certeza de que desde ahí nos han perdonado y no albergan ya resentimientos hacia quienes les inflingimos dolor. Cómo quisiera saber que mi papá no sufre más por nada y que contempla su vida toda y sonríe satisfecho de cuanto hizo y dejó de hacer; que su alma desea, con paternal cariño, que nos dejemos de culpas y sigamos nuestras vidas sin tristezas retrospectivas. Pero es difícil hacer de lado la consideración de que si hay un más allá, quizás éste difiera de esa visión edénica. De ahí que veces tenga una dolorosa visión de mi padre (no puedo despojarlo de su cuepro, concebirlo como algo imaterial) como un alma que se lamenta por los errores que cometió. Y que del mismo modo en que los vivos lloramos con culpa por lo que no tuvimos el coraje de cambiar y perdonar a quienes ya no están, así también los muertos -desde su existencia postrera- se duelen por sus omisiones, solo que ellos -a diferencia de los vivos- ya sin la posibilidad de olvidarlas ni redimirlas.
Lo mejor, sin duda, sería vivir en paz con todos, al menos con los más queridos. Así nadie tendría que arrepentirse tardíamente de nada. Pero es una pretensión absurda. Nunca sabemos cuándo será el último día de nadie, ni nadie cuándo será el nuestro. Mi papá no supo que ese lunes que me vio en la casa a la hora de la comida sería la última vez; como tampoco supe yo que mi "adiós pa" sería el definitivo, el último que le daría. Tampoco pudo él saber que la cita que hizo con el médico para el día siguiente yo tendría que cancelarla al día siguiente desde el balcón de la funeraria: "¿Para cuándo le re agendo la consulta?" "No, señorita, mi padre ya no irá a consulta. Gracias".

Pero ¿y de haber sabido, qué nos habríamos dicho? Supongo que esa pregunta es la que ronda, la que acecha a tantas y tantas personas tras el inesperado adiós de un ser querido. "De haber sabido", se dice uno. Pero la realidad es que en esa idea, en esa intención extemporánea, habita el error de creer que uno hubiera hecho las cosas distintas, como si uno no supiera desde siempre que estamos condicionados y que cualquier día podría ser el último. No, la verdad es que aún trayendo a los muertos de vuelta seríamos incapaces de cambiar el curso de las vidas que nos llevaron a ser como fuimos; olvidamos de pronto que esa persona fue también de una manera que condicionó la nuestra y que en una relación nunca nada depende de la voluntad de una sola de las partes. Mi mamá lamentaba profundamente haber sido tan dura con mi papá: "es que a lo mejor si yo hubiera sido de otra manera...", cuando la realidad es que la mera existencia de mi padre la imposibilitaba a ser de otra forma. Tendría que haber olvidado las ofensas, la falta de consideración en tantas cosas, las ausencias... tendría, en síntesis, que haberlo desconocido como esposo, como padre. 

Traer hoy a mi papá de regreso nos daría a todos la oportunidad de reencontrarnos, de intentar cambiarlo todo y de vivir más como una familia... pero el tiempo, con sus días y horas, tarde o temprano nos haría olvidar lo que casi siempre olvidamos: que estamos aquí de momento, un momento tan solo, y que en cualquier instante el tiempo nos abandona. Y con ese olvido, que es con el que vivimos cada día de nuestras vidas -el que nos posibilita hacer a un lado la idea de la muerte y encontrarle un sentido al sinsentido de todo por cuanto nos preocupamos (por más grave que sea) y de cuanto hacemos y disfrutamos- aflorarían de nuevo los vicios, las omisiones, los errores que hoy nos creeríamos capaces de cambiar en caso de tener una nueva oportunidad. Nada más falso. Las lecciones se aprenden, pero también se diluyen y desde luego también se olvidan. 

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Mi relación con la noción de la muerte y la vida han sido trastocadas a la luz de todo esto.  Hay tantos cuestionamientos que han surgido, tantos aspectos de la vida que se me han vuelto relativos; tantas cosas las que han perdido su importancia, su sentido. No deja de parecerme irónico, por ejemplo, que a pesar de que mi padre ya no está, hoy su presencia sea más latente, más poderosa y mucho más relevante de lo que fue su presencia física durante buena parte de su vida, sobre  todo en sus últimos años, marcados por una existencia errática. Seguramente esto tiene que ver también con el papel algo antagónico que, como decía antes, jugó en nuestras vidas. Sin duda a ello mucho contribuyó la mala relación que tenía con mi mamá y por otro lado la relación estrecha que los tres hermanos hemos mantenido siempre con ella; no así con él. Mi papá fue casi siempre, o al menos en ocasiones decisivas, un aguafiestas. Una figura de oposición que con solo una palabra, una actitud o un desaire podía echar por tierra nuestro disfrute más elemental, nuestras expectativas en torno a algo. 

Recuerdo una ocasión en la que leyendo el periódico en la mesa del antecomedor manifesté mi entusiasmo por un concierto que anunciaban. A mi exclamación de entusiasmo desinteresado,  mi padre, con gesto algo serio y pagado de sí mismo, y sin siquiera voltear a verme, me dijo: "ahorita no hay dinero para eso". No me molestó desde luego que "no hubiera dinero" cuando justo en aquel entonces mi papá disponía de más dinero que nunca a causa de una liquidación que había recibido. Nunca he exigido nada de nadie y menos de mis padres. Lo que me molestó en realidad fue que mi entusiasmo no tenía como obejtivo servir de indirecta para que él me comprara nada; solo había sido una exclamación espontánea y sin embargo él había subestimando mis ilusiones con aquel despectivo "para eso...". Había dejado al desnudo uno de mis gustos e intereses -uno de tantos que mi papá ignoraba por falta de comunicación entre nosotros- y lo único que hizo fue ignorarlo y descartarlo anteponiendo su cualidad de proveedor; del proveedor que provee lo que juzga importante y cierra unilateralmente la llave a lo que no lo es. 

Para mi papá no había una línea divisioria entre ser realista o pesimista. Por eso mismo cuando fui adulto y tuve mayor conciencia de su personalidad, recelaba de su optimismo acerca de algún particular sobre el cual él tuviera puestas sus ilusiones. Lo intuía ingenuo acerca de sus propias posibilidades y oportunidades; por lo general su entusiasmo estaba fundamentado en vacíos que había decidido ignorar o que simplemente no había previsto ni calculado. No era una persona inteligente mi papá. Y por lo general no me equivocaba respecto a esos estados de ánimo. Solían venir las decepciones y junto con ellas la carencia absoluta de mejores expectativas. Aún así solía decir con mayor o menor convicción en su voz: "nos va a ir bien". Y durante mucho tiempo se lo creí. Sé que lo decía de corazón y nunca para intentar ocultarnos ni aplazarnos algún revés que pudiera mermar nuestra estabilidad económica, situación que siempre lo acució aun cuando nunca padecimos graves estrecheces ni mucho menos alguna otra situación que hubiera podido avergonzarnos. Mi papá cumplió a carta cabal en ese sentido.

Pero un día simple y sencillamente le dejé de creer. Aquel "nos va a ir bien" sonaba desvahído, a derrota. Mi papá había perdido sus ilusiones, sus motivaciones. Supongo que fue así como empezó a permear en mí ese ánimo fatalista que me asimila tanto a él y contra el cual lucho cada día. Sé que él también lo hacía pero su vida estuvo determinada por su incapacidad para anularlo y entonces sí poder disfrutar de los placeres más sencillos; para poder confiar más en la gente y tener amistades más sólidas, para entendernos y compartir más con nosotros todo aquello cuanto disfrutábamos, eso que a él daba la impresión de parecerle una tontería. La Navidad, los cumpleaños, los regalos, las reuniones; nada despertaba en él una emoción. Tratar con la gente era un trámite, una postura que ocasionalmente disfrutaba. Pero por lo general se cansaba rápido de todo y de todos y su acritud tarde o temprano lo llevaba a despotricar de aquellos con quienes había reído y bebido apenas unas horas antes. 
Mi papá no podía ver una película de principio a fin y en los últimos tres años ni siquiera se molestó en ver los partidos de futbol que tanto le enardecían. No sé dónde estaría puesta su mirada, su conciencia, sus expectativas... parecía no haber una luz al final del túnel; de su túnel, y debe ser duro ver los días futuros -sobre todo los de la edad madura, siempre amenzados por la muerte- como una interminable sucesión de sin sabores, de días grises sin una sola ilusión y poco ánimo de pedir perdón y de darse una nueva oportunidad. Mi papá llegó prematuramente a ese estadío de la vida en el que ya no se espera nada de ella. La existencia reducida a un mero trámite o peor aun, a una carga que sobrellevar, como un anciano al que cada nuevo amanecer le va pesando más y más, porque encima de todo sabe que sus días están cada vez más condicionados a la voluntad del tiempo que quizás ya haya concedido de más.


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A escasos tres días de que se cumpla un mes de su muerte, voy notando que cada vez más seguido voy pensando y refiriéndome a él como a "mi padre" y no como "pa" o "papá". La muerte tiene la extraña cualidad de mitificar a quien se va llevando, de erigir a las personas -o al recuerdo que de ellas nos va quedando- como algo que pudieron no haber sido o no del todo, pero que a la luz de su ausencia y de la añoranza por su imposible regreso, empiezan a parecer, aunque sea de un modo plausible. Ya no hay mentís posible sobre su identidad. Los defectos empiezan a diluirse y se les juzga menos a lo mejor porque vemos ya su vida toda como una biografía completa y no como una vida aún en curso que sigue escribiéndose y sobre la que aún pudieran haber cambios, correciones. Con la totalidad del camino recorrdio, lo único que queda es verlos completamente. Así es más fácil entender y situar cuanto hubo antes. Como ver una película por primera vez y después verla de nuevo ya sabiendo de qué y hacia donde se dirigía la insondable o tramposa trama.

Los últimos años de mi padre fueron sus peores. A sus 65 años sintetizaba todo cuanto yo a mis 33 no querría para mis 65. Se volvió huraño, descuidado con su salud, con su aspecto físico, con su higiene. Tenía días mejores y entonces asomaba aunque fuera por unas horas su antigüo yo, el que no estaba tan vencido por el peso de sus consecuencias, de sus insatisfacciones. Pero esos días no bastaban -no bastaron- para que cambiara la imagen que yo tenía de él. Verlo así era la tristeza más grande que había para mí. Todos los días cuando me iba de casa de mis papás, volteaba a su ventana y pensaba en él tendido en su cama, enrollado en las sábanas, seguramente bebido y dormido cuando afuera el día brillaba. No existía para mí tristeza más profunda. Me dolía en lo más hondo del alma saber que mi papá se hubiera convertido en eso. Nunca pude superarlo, ni siquiera para ayudarlo. Hubo un momento en el que simplemente preferí darle la espalda a esa parte de mi vida y tratar de seguir adelante sin que siguiera afectándome y entristeciendo mis días. Sentí de algún modo que mi idea de la familia ideal había fracasado y me veía a mí mismo como una extensión de ese mismo fracaso.

Pero su muerte me ha dado una esperanza, porque de ahí, del fondo que tocó y del que no quiso más salir, ha empezado a surgir, a ascender la imagen limpia, purificada de mi padre. Ahora que a la luz de su muerte todos hemos recordado lo mejor de él y hemos hecho un balance de su vida, es más fácil entender lo último como una etapa que no compromete lo que hubo antes. Recuerdo a mi papá con el cariño y el amor difícil, contradictorio y complejo de un hijo. Y si durante años tuve una imagen antagónica de él, hoy convivo con una imagen -ya no con la persona- completamente distinta: noble, comprometida, cariñosa, honesta, responsable y ejemplar, con todo lo que un padre debe ser para sus hijos. Y mi tranquilidad y mi consuelo descansan sobre la certeza de que si tendré la vida por muchos más años, al final viviré más tiempo con esta imagen redimida de él, que el tiempo que viví con aquella que tuve de él mientras vivió y que no siempre fue lo que hubiera deseado. Con el tiempo, estoy seguro de que esta nueva imagen será la única que exista para mí; la única verdadera y la que tendré siempre por cierta y a la que recurriré siempre para hablar y pensar en él. Su muerte me ha devuelto la alegría por mi papá y la paz de saber que siempre será lo que no fue al final y temí que no hubiera sido nunca: un ejemplo.

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Es sobrecogedor pensar en toda la gente que ha muerto a través del tiempo, de los que se tienen memoria y de los que se fueron en medio del anonimato, del silencio; de todos los que existieron y dejaron de hacerlo aún antes de que empezáramos a computar el tiempo. La muerte, como la vida, es una constante. Las únicas dos variables que no cambian ni jamás se alteran como tampoco lo hacen el día y la noche. Y sin embargo, basta con que nos toque de cerca un día para entonces “verla” por primera vez, como si apenas y de pronto hubiera nacido, existido. Y lo difícil después de ese golpe inicial es asimilar no solo la ausencia de los que se han ido, sino el hecho de que la vida siga con inercial frialdad.

De pronto y después del funeral, de los trámites y de los pésames uno se encuentra volviendo a lo suyo como si apenas nada hubiera pasado, y las preocupaciones más cotidianas como bolear los zapatos, comprar los huevos para el desayuno, cargar gasolina y recibir a los invitados a la casa nos sustraen del dolor que apenas unos días, unas horas antes copaban nuestra existencia. Y nada en todas esas cosas: ni el olor de la grasa en los zapatos, o la disposición de los estantes en el supermercado, el color de la bomba de la gasolina, o la sonrisa de los invitados parecen haber sido alterados o modificados tras la muerte de nadie. La realidad contradice de un modo constante, frío y permanente nuestro sufrimiento, con su rostro ajeno e indiferente que es capaz de diluírnoslo hasta casi olvidarlo.

Entiendo que sea así como deba de ser y que es gracias a eso que la vida sigue siendo una posibilidad después del dolor. No echo es saco roto ni desestimo la verdad de aquello que leyera hace algunos años sobre el tema, y que hoy vuelve a mí cargado de sentido: “que todo se difumina, que quien hoy no puede conciliar el sueño acaba siempre durmiendo; quien se obsesiona con los recuerdos acaba sustituyéndolos por algún presente que por fin lo alivia o distrae o interesa; quien tiene remordimientos acaba por justificarse y tranquilizar su conciencia”. Y así marcha la vida, quizás por decenios para los vivos a quienes los muertos se convierten en un pasado remoto, una referencia que queda congelada en el tiempo y que corre el riesgo perpetuo de caer en la obsolescencia.

Pero aún hay algo más, una última consideración en medio de todo esto. Algo que va creciendo en el interior de los agraviados, primero como un rumor apenas audible, pero después con fuerza atronadora, fruto de una mezcla de dicha, vergüenza, tristeza y dolor: me refiero a la tranquilidad de habernos librado de los problemas, angustias y zozobras ocasionadas por quien finalmente se ha ido, y de la cuales podemos al fin descansar. Hay cargas de las que nos libera la muerte de un ser querido, la primera de ellas -y la más terrible quizás- la de tener que seguirlos queriendo, con todo el sacrificio y el sufrimiento que tantas veces implica el querer. 

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