EL EXTRANJERO

Hace ya diez años que regresé de Europa, de aquel viaje que me cambió tanto y tanto más me demostró acerca de mí mismo en tantos sentidos. Una de la principales revelaciones que tuve acerca de mí vino a raíz de la difícil situación en la que me econtraba con el amigo con el que compartía departamento. Habíamos viajado juntos, como hermanos a ese anhelado intercambio, pero algo se trocó desde el primer día del viaje; algo que nos condenó poco a poco a convertirnos en seres antagónicos. Durante los seis meses que vivimos juntos, ambos asistimos a la transformación de amistad en enemistad. Ninguno podía contar ya con el otro, y la compañia mutua desprendía un tufillo de hastío, rencor y odio. 

Solos los dos en un país ajeno, rodeados de estudiantes extranjeros que ni siquiera compartían el idioma con nosotros, teníamos una decisión frente a nosotros: relacionarnos con los demás o sufrir la experiencia como el peor de los tormentos. Yo escogí lo primero, pero a él le faltó el carácter. 
Decidí abrirme sin reservas a todo lo nuevo que estaba ante mí y a las personas que, al igual que yo, estaban ahí sin conocerse, pero dispuestas a encontrarse a sí mismas a través de los desconocidos; de la experiencia de descubrir la otredad. 

Las fiestas de fin de semana en los pisos que alquilábamos se convirtieron en una costumbre. Genralmente llegábamos sin conocer a más de uno y terminábamos hablando con todos, a veces en rupestres español e inglés. Todas las nacionalidades convergían en esas cenas, fiestas y reuniones. Eran noches largas, animadas únicamente por nuestras ganas vivir y sentir al máximo nuestra distanciamiento del hogar -de sus cotumbres y ataduras, imposiciones y limitantes- y experimentar con nuestra personalidad. Ser alguien distinto a través de los otros, de soltarnos y dejarnos ir un poco más para descubrir nuestros propios límites. El rostro de un desconocido podía convertirse en lo más valioso al terminar la noche, sabiendo que la próxima vez lo veríamos con la ilusión de habernos topado con un rostro familiar. 
Uno se sentía menos solo ahí, escuchando a los demás hablar de sus países y de sus vidas que a veces se parecían tanto a las nuestras y otras distaban tanto, que uno mismo se sorprendía de saberse tan distinto, tan ingenuo y ajeno a todo lo que podía (y puede) existir fuera de nuestro universo personal. El mundo parecía entonces tan grande, tan lleno de posibilidades. Cada persona, una posibilidad distinta. Y de pronto, supongo, yo significaba lo mismo para ellas, para los otros. Disntinto a lo que pensaba, me podía relacionar con los demás con facilidad y no solo eso, sino ser empático y simpatizar sinceramente con quienes me hablaban, compartían y contaban algo. 

Diez años después, absorbido por las visicitudes de la vida emocional, las inquietudes de lo existencial y las insatisfacciones de lo laboral, me he ido encerrando nuevamente en ese universo solipsista que no admite ni concibe nada nuevo, nada que escape a lo consabido. Y aún así el fin de semana acpeté -reacio- la invitación a la despedida de una amiga que ha decidido renunciar al trabajo a cambio de una maestría en Barcelona. La reunión tendría lugar en su piso, que compartía hasta ese día con otras tres personas. Todas ellas de Tampico, de donde también es ella, mi amiga. 
Yo era el único invitado de la oficina y mi única razón para dudar entre ir o no, era la certeza de saber que no conocería a nadie más que a ella. 
La idea de estar tras ella como una lapa me parecía patética, lastimera; pero el día anterior había dicho que iría y no quise faltar a mi palabra. 
Llegué y me encontré con personas del más variado estilo. La cosa había adquirido un cariz inesperado. Casi todos eran de algún lugar distinto al Distrito Federal, aunque sí, todos de México. A la mayoría los delataba su acento (habrán dicho ellos lo mismo de mí) pero sobre todo su disposición tan natural a relacionarse con desconocidos. 
Reviviendo aquellas noches en Europa, me serví un whisky y entré poco a poco en distintos círculos, conversaciones, historias y vidas. Un recién divorciado se desahogó conmigo como si me conociera de siempre, y estoy seguro de que en mis palabras -sentidas y sinceras- encontró algún consuelo o al menos una inesperada empatía. 
Escuché a otra niña que había llegado de Tampico y hacía poco se había comprometido con un francés de París que pronto se la llevaría a vivir allá. "Así de pronto cambian las perspectivas de las personas", me dije. 
Conocí a un joven que, libre de ataduras laborales, regía su vida solo por sus inquietudes y ambiciones artísticas. También estaba ella, Verenice, la primera con la que hablé. Me enteré que era mamá-soltera de dos hijos. La oí hablar de sus apuros económicos, del lugar en el que vivía y en el que trabajaba; de la música que escuchaba. Intuí a una mujer fuerte, trabajadora y de mucha determinación. 
Con todos brindé, en especial con uno de los inquilinos del piso con quien solo me dediqué a celebrar la oportunidad que nos daba esa noche de beber whisky y hablar de temas en común. Una persona abierta y amigable. 
Cuando me di cuenta, había vuelto a una de esas fiestas y reuniones en los pisos de Salamanca, en España. Estaba solo, sin conocer a nadie, pero entendiéndome con todos. 
El extranjero otra vez era yo, en principio desvinculado de todos, pero por alguna razón, unido a todos aunque fuera de manera fugaz y solo por esa noche.

Comentarios

Lienzo ha dicho que…
He llegado aquí por pura casualidad y la descripción de tu viaje me ha recordado mi propio viaje a Europa; hace más de seis años y del que no regrese. Después me he topado con la muerte de tu padre en las mismas fechas en que murió el mío e incluso su foto tiene un tinte en la sonrisa que me recuerda a una otra foto del padre mío.
Que coincidencias. Por aquí seguiré leyendo. Sepa usted que sus letras llegan hasta Medio Oriente. Muchos saludos!
Mauricio Marín y Kall ha dicho que…
Lienzo hacía unos días que no me paseaba por aquí y qué agradable toparme con esto que escribes. Qué maravilla que me leas desde allá. Ojalá sigamos compartiendo coincidencias y el gusto de leernos mutuamente. Un abrazo fuerte hasta esa tierra.

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