EL PATIO ESCOLAR

El viaje por lo general ocurre mientras estoy haciéndome el desayuno y por la ventana se cuela el ruido que llega desde la escuela pública que está a un lado del desarrollo en que vivo.
Es siempre entre las ocho y las ocho quince que escucho sonar "la chciharra" y viene luego el aborozo de los niños que corrren a formarse o a alinearse para la ceremonia de honores a la bandera.
Una maestra toma el micrófono, da los buenos días y empieza a entonar el clásico "se levanta en el mástil mi bandera, como un sol entre séfiros..." y es entonces que la evocación se torna mucho más vívida. Es cuando vienen a mi las imágenes de aquellos largos años en la escuela, cuando apenas importaban las preocupaciones y todo se reducía a cumplir con las tareas, difrutar el recreo y comprar dulces en la cooperativa de la escuela.
Los lunes vestíamos traje de gala para la ceremonia de honores a la bandera y al igual que los niños de esta escuela vecina, gritábamos en cuanto oíamos el timbre y corríamos en todas direcciones, como en un último arrebato de alegría y libertad antes de formarnos con nuestro grupo y tomar distancia: "uno (brazo arriba), dos (brazo al hombro del compañero de enfrente), y tres (brazo abajo).
Creí que esa práctica ancestral no seguiría ya vigente en las escuelas, o a lo mejor es solo que la había olvidado. Pero ahora que escucho a la directora tomar el micrófono y contar uno, dos, tres -a medida que va imponiéndose el silencio entre los alumnos- veo que el ritual permanece como una mecanismo para instaurar el orden y preparar a los alumnos a subir a sus salones.
Me recuerdo a mí ahí, en el patio y en la escuela siendo aquel niño indisciplinado, un poco mustio y muy seguro de mí mismo; ufano de ser quien era en ese microcosmos que me vio crecer y en el que todos nos conocíamos y reconocíamos. Así fue durante años. Y en medio de todo ello estaba siempre presente, siempre a la espera, el patio escolar como punto de reunión, como escenario de tantas asambleas y ceremonias. Las más emocionantes siempre las de inicio de cursos, cuando con ansiedad voltéabamos a vernos los unos a los otros en espera de ver caras nuevas, alumnos de nuevo ingreso que añadieran algún cambio a los sempiternos compañeros que avanzábamos año con año de grados y niveles. Y podríamos caernos bien o mal, pero éramos todos una gran familia hasta que, claro, egresamos de la secundaria.
La mayoría de los nombres y caras las he olvidado. De manera inexplicable mi memoria parece haber bloqueado gran parte de aquellos días y solo he sido consciente de mi olvido a partir de que hace poco entré en contacto con alguien de aquellos días. A diferencia de mí, ella guarda recuerdos vívidos de hechos, momentos y anécdotas de las que al parecer incluso tomé parte, y sin embargo me es imposible recordarlas. Igual esa persona mantiene un grupo de amigos de esa generación; amigos que nunca se separaron después de terminada la Secundaria y que han seguido en contacto a lo largo de todos estos años. Los mismos que yo me dediqué a borrar todo eso de mi mente, a darle la espalda y condenarlo en mi memoria como si hubiera sido algo que pudiera traerme vergüenzas retrospectivas o desazonadores recuerdos. Quizás fueran solo el hastío y cansancio por haber permanecido tantos años ahí.
Descubro un poco más de aquello cada lunes que abro la ventana mientras preparo mi desayuno, y escucho con gusto ese familiar alboroto que me ha ido reconciliando con ese pasado escolar, con esa etapa de mi niñez y adolescencia, y con la cándida noción de esos niños que se divertían en el patio, ajenos a lo que la vida les depararía, al igual que lo ignoran los niños que hoy escucho cantar. Hay siempre algo de doloroso en ello; como un aguijonazo que parece provenir del recuerdo vago y lejano de un irrecuperable paraíso infantil que se va perdiendo con la edad y el paso del tiempo.
Las imágenes van y vienen en mi mente por un espacio de veinte minutos hasta que a lado, en el patio escolar, todo vuelve a quedar en un silencio que me devuelve a mi tiempo. Solo queda ya el ruido de de los platos en la tarja y el agua con que lavo los restos de mi desayuno. El viaje ha terminado.
Las imágenes van y vienen en mi mente por un espacio de veinte minutos hasta que a lado, en el patio escolar, todo vuelve a quedar en un silencio que me devuelve a mi tiempo. Solo queda ya el ruido de de los platos en la tarja y el agua con que lavo los restos de mi desayuno. El viaje ha terminado.
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