EL PATIO ESCOLAR

Cada lunes, desde que vivo en solo en mi departamento de soltero, me encuentro viajando al patio escolar del Colegio Antonio José de Sucre, donde estuve desde el kinder hasta la secundaria. 
El viaje por lo general ocurre mientras estoy haciéndome el desayuno y por la ventana se cuela el ruido que llega desde la escuela pública que está a un lado del desarrollo en que vivo.
Es siempre entre las ocho y las ocho quince que escucho sonar "la chciharra" y viene luego el aborozo de los niños que corrren a formarse o a alinearse para la ceremonia de honores a la bandera. 
Una maestra toma el micrófono, da los buenos días y empieza a entonar el clásico "se levanta en el mástil mi bandera, como un sol entre séfiros..." y es entonces que la evocación se torna mucho más vívida. Es cuando vienen a mi las imágenes de aquellos largos años en la escuela, cuando apenas importaban las preocupaciones y todo se reducía a cumplir con las tareas, difrutar el recreo y comprar dulces en la cooperativa de la escuela.
Los lunes vestíamos traje de gala para la ceremonia de honores a la bandera y al igual que los niños de esta escuela vecina, gritábamos en cuanto oíamos el timbre y corríamos en todas direcciones, como en un último arrebato de alegría y libertad antes de formarnos con nuestro grupo y tomar distancia: "uno (brazo arriba), dos (brazo al hombro del compañero de enfrente), y tres (brazo abajo). 
Creí que esa práctica ancestral no seguiría ya vigente en las escuelas, o a lo mejor es solo que la había olvidado. Pero ahora que escucho a la directora tomar el micrófono y contar uno, dos, tres -a medida que va imponiéndose el silencio entre los alumnos- veo que el ritual permanece como una mecanismo para instaurar el orden y preparar a los alumnos a subir a sus salones.

Me recuerdo a mí ahí, en el patio y en la escuela siendo aquel niño indisciplinado, un poco mustio y muy seguro de mí mismo; ufano de ser quien era en ese microcosmos que me vio crecer y en el que todos nos conocíamos y reconocíamos. Así fue durante años. Y en medio de todo ello estaba siempre presente, siempre a la espera, el patio escolar como punto de reunión, como escenario de tantas asambleas y ceremonias. Las más emocionantes siempre las de inicio de cursos, cuando con ansiedad voltéabamos a vernos los unos a los otros en espera de ver caras nuevas, alumnos de nuevo ingreso que añadieran algún cambio a los sempiternos compañeros que avanzábamos año con año de grados y niveles. Y podríamos caernos bien o mal, pero éramos todos una gran familia hasta que, claro, egresamos de la secundaria.

La mayoría de los nombres y caras las he olvidado. De manera inexplicable mi memoria parece haber bloqueado gran parte de aquellos días y solo he sido consciente de mi olvido a partir de que hace poco entré en contacto con alguien de aquellos días. A diferencia de mí, ella guarda recuerdos vívidos de hechos, momentos y anécdotas de las que al parecer incluso tomé parte, y sin embargo me es imposible recordarlas. Igual esa persona mantiene un grupo de amigos de esa generación; amigos que nunca se separaron después de terminada la Secundaria y que han seguido en contacto a lo largo de todos estos años. Los mismos que yo me dediqué a borrar todo eso de mi mente, a darle la espalda y condenarlo en mi memoria como si hubiera sido algo que pudiera traerme vergüenzas retrospectivas o desazonadores recuerdos. Quizás fueran solo el hastío y cansancio por haber permanecido tantos años ahí.
Descubro un poco más de aquello cada lunes que abro la ventana mientras preparo mi desayuno, y escucho con gusto ese familiar alboroto que me ha ido reconciliando con ese pasado escolar, con esa etapa de mi niñez y adolescencia, y con la cándida noción de esos niños que se divertían en el patio, ajenos a lo que la vida les depararía, al igual que lo ignoran los niños que hoy escucho cantar. Hay siempre algo de doloroso en ello; como un aguijonazo que parece provenir del recuerdo vago y lejano de un irrecuperable paraíso infantil que se va perdiendo con la edad y el paso del tiempo.

Las imágenes van y vienen en mi mente por un espacio de veinte minutos hasta que a lado, en el patio escolar, todo vuelve a quedar en un silencio que me devuelve a mi tiempo. Solo queda ya el ruido de de los platos en la tarja y el agua con que lavo los restos de mi desayuno. El viaje ha terminado. 

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