LA MESA DE TRABAJO

Casi desde que puedo recordar mi mamá pinta en porcelana. Es su hobby, su arte y en menor medida una modesta fuente de ingresos. 
Privada siempre de un espacio exclusivo para dedicarse a su pintura (salvo por un par de años en que nos mudamos a una casa más grande en donde sí pudo disfrutar de esa fantasía), nuestra mesa del comedor ha sido un taller en sí mismo. Recubierta de un mantel plástico, la elegante mesa del comedor se transforma en un espacio de creación en el que abundan frascos y frasquitos que contienen las herramientas de trabajo.
Hay, al centro, una vieja charola de mandera con mosaicos de vidrio y cerámica que utiliza para moler pinturas; además, hay papel y pluma para hacer anotaciones, un rollo de servitoallas para secar y limpiar excesos, cinta adhesiva para fijar el papel calca en las piezas de porcelana e incluso unas tijeras que ignoro para qué puedan servirle en su labor artística.
De lo más llamativo en este pequeño laboratorio es la taza de pinceles que sobresale dentro de esa llanura salpicada de montículos. Son tantos los pinceles que se apiñan ahí; cada uno para un trazo distinto y todos con distinta punta, terminación y desde luego con distintos largos que los vuelven característicos. Varía también el color de los mangos o de la parte plástica de donde se toman. Juntos, contenidos en ese pequeña circunferencia, y vistos desde arriba, forman una pequeña espiral que termina en el obscuro fondo de la taza. 
A lo mejor por su tamaño o su naturaleza tan opuesta al resto de los pinceles, de la taza sobresale la una plumilla con que mi mamá firma sus piezas. Es un tipo de pluma fuente, de las primeras, como aquellas que había que mojarles la punta en la tinta para que entonces sí, escribieran.
En esa taza debe de haber por lo menos unos 50 pinceles, junto con otros instrumentos finos que empuña mi mamá para sabrá Dios qué fines. 

La mesa de trabajo, que en ese eterno reguero se ha convertido en parte de la decoración de la casa, no estaría completa sin las piezas a medio terminar o ya terminadas que salpican la escena. No son todas de ella o pintadas por ellas sino por sus alumnas, a las que da clases los lunes por la manaña desde hace más de 15 años. 
A veces me asomo ahí y veo las piezas. Unas mejor logradas que otras. Ahora, por ejemplo, empiezo a ver algunas con motivos navideños que sus alumnas se anticipan a pintar con motivo del fin de año. Esas tazas, platos, charolas están destinadas a ser un regalo o detalle que las alumnas darán a sus amigos o familiares; o con las que decorarán su casa y harán lucir en la cena navideña. Aquí puedo ver el progreso de cada una de ellas. Esas facetas por las que atraviesa cada pieza -desde que están en blanco hasta estar terminadas- son las que dan a la mesa un romático aire de taller, de espacio creativo.

Bien mirado, la función de esa mesa es esta y no otra; no la de ser un comedor en el cual nadie se reúne a comer salvo por muy contadas ocasiones en el año. La elegante mesa con insertos de vidrio cortado y portentosas patas y relieves laterales permanece oculta y da paso a esta otra cara que la define. 
El último componente de la mesa es el que la llena de sentido; el que le da un y dispone en ella cada uno de los elementos que la configuran: mi mamá, con su espalda encorvada, una pieza de pintura en una mano y el pincel en la otra; con sus lentes y a lado el cenicero con un cigarro que se consume ad infinitum, constiuyen la esencia de la mesa de trabajo, de este taller, de este espacio.

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