TAN POCA VIDA: PLANA, PREDECIBLE E INVEROSÍMIL

Todos alguna vez hemos caído presa de la Mercadotecnia y la publicidad. El mundo de los libros no está exento de estas trampas, pero me jacto de saber evadirlas, de dejarme guiar en mis lecturas por recomendaciones menos mañosas, más honestas o simplemente por referencias tomadas de otros autores;  de amigos con los que comparto afinidades y gustos. 

A finales de 2016 me dejé embaucar por lo que leí y escuché acerca de Tan poca vida, de la autora Hawaiana Hanya Yanagihara. Se decía de él que había sido considerado como el mejor libro del año por el New York Times, y otros tantos periódicos de probada reputación en el ámbito literario. Pero el entusiasmo por este libro de casi mil páginas no terminaba ahí. Llegué a leer incluso que la obra se circunscribía en la gran tradición de la literatura norteamericana, en el sentido de que ofrecía un retablo de la sosciedad actual de los Estados Unidos, con todo y contextos, conflictos, emociones y tendencias de la época. Algo así como lo que ha venido haciendo con incuestionable virtuosismo Jonathan Franzen, con quien Yanagihara ha sido comparada por este último libro. 

Quizás fue éste último punto el acicate definitivo para que me animara a leer el éxito editorial.

Mi decpeción ha sido mayúscula. El libro tiene una serie de problemas que van de lo estilístico a lo estructural. El peor de sus pecados -como el de cualquier libro que aspira a contar una historia decente- es ser insoportablemente predecible. 

Lo que empieza siendo una prometedora historia sobre cuatro amigos que se conocen en la universidad y comparten sus vidas en el Nueva York de la época actual, de pronto se convierte -sin concesión- en el camino de espinas de solo uno de ellos: Jude. Un personaje que ha sufrido abuso y maltrato durante buena parte de su niñez, circunstancia que ha de moldear su enfermiza, frágil y autocompasiva personalidad a lo largo de toda su vida; una biografía marcada por la inseguridad, el miedo, la depresión, la aversión al sexo y sobre todo, por la incapacidad de sentirse genuinamente querido por nadie. 

El libro se regodea durante páginas y páginas en todas las formas de sufrimiento de este personaje que es tan unidimensional que cuesta realmente sentirse identificado con él en algún momento de la tediosa lectura. Cuando uno cree que las cosas mejorarán, la autora le inventa alguna nueva tragedia o dolencia, o simplemente recurre algunas de las tantas otras explotadas en páginas anteriores. Una y otra vez sucede lo mismo. Incluos los chispazos de felicidad que le concede están siempre ensombrecidos por su propia autocompasión, que le impide disfrutarlos; o por la compasión excesiva de los que le rodean. Otra legión de personajes que no hacen más que orbitar en torno a un sufirmiento del que no parecen cansarse jamás; un sufimiento ajeno que padecen con abnegación y bonhomía tan constantes que terminan por convertirse en algo más propio de un cuento de hadas, que de una historia protagonizada por seres humanos, mucho más proclives a dudar, a cuestionarse, a hartarse de algo que los ata, como en este caso su incondicional amor (¿o debilidad?) hacia Jude.

Atrás, muy atrás queda el contexto neoyorkino, así como la vida de los otros tres amigos a los que la autora abandona demasiado pronto cuando apenas empezaba a esbozarlos, a construirnos una idea de su pasado, de sus vidas que hubieran servido de contrapeso, de contraste al dolor y sufrimiento cuasi cursi del personaje central. Una oportunidad que, para desgracia de los lectores,  la autora pierde de vista casi después de las primeras 200 páginas. 

Otro de los aspectos en los que fracasa la novela es que nunca resulta tangible el paso del tiempo (décadas, en realidad) en la vida de sus personajes. Vamos siendo conscientes del transcurso de los años solo porque Yanagihara nos lo recuerda de vez en cuando de manera demasiado literal o porque salpica de canas el cabello de Jude o Willem, otro de los personajes centrales. Nada que ver con la elegnacia de Henry James, en su relato corto La bestia en la jungla, en la que en menos de 80 páginas traza la vida íntegra de un hombre sin necesidad de estarnos recordando su edad. 

En Tan poca vida el paso del tiempo es imperceptible porque -a diferencia de lo que logra Franzen en Libertad, en la que sus personajes evolucionan y son transformados por los hechos a los que asisten y viven- la autora nunca los hace comportarse de un modo distinto a como lo hacen en un inicio, cuando se supone que eran jóvenes. La enfermedad, el sufirmiento, el éxito profesional, las pérdidas, los bienes materiales, los agravios, el pasado, nada consigue tocarlos ni alterarlos. Nunca salen de lo que son o fueron en la adolescencia o en la juventud; y todos sabemos que el tiempo siempre nos modifica más allá de lo físico.

Al libro deben sobrarle por lo menos unas 300 páginas que se vuelven repetitivas y predeciables. Una serie de hechos que no llegan a nada y no dejan en el lector más que una historia contada de manera algo fragmentada por los tiempos narrativos que a veces confunden o mezclan de manera poco acertada, el pasado con el presente, o con un porvenir al que de pronto se adelanta la autora, solo para redcordarnos después que eso no ha sucedido... pero sucederá.

La exploración de temas como el dolor o hasta dónde pueden llegar el verdadero amor y el poder de la amistad están presentes, sí, pero su estudio no logra alejarse de los lugares más comunes. Hubiera sido interesante ver esas amistades y ese amor tambalearse, dudar, desistir, erosionarse al menos. Los seres humanos, todos, tenemos nuestros límites aunque una vez ahí, decidamos regresar con el ser amado.

Lean Tan poca vida si les gustan los libros sensibleros o si tienen curiosidad por saber cómo y desde dónde se contruyen las relaciones de hombre con hombre. Sobre todo, léanlo si sienten debilidad por la autocampasión o la compasión por los demás. De otra manera, mejor lean otra cosa.

Comentarios

Lienzo ha dicho que…
Quizás la mayor dificultad para escribir sobre cómo se tambalean los amores y las amistades es que, al escribir de ello, nos tenemos que enfrentar con nosotros mismos.

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