POR QUÉ DOWNTOWN ABBEY

Hace unos días alguien me preguntó si veía Dowtown Abbey, la estupenda serie de televisión británica producida por Carnival Films y Masterpiece para ITV y PBS. Al responder que sí, la veía, lo segundo que esa persona me preguntó fue que qué era lo que más me gustaba de la serie. Me tardé un poco en repsonder pero no por no hallar una respuesta a la mano, sino porque fueron tantas las razones que se me agolparon, que de pronto no super cómo ponerlas en orden.

Hoy, habiendo terminado de ver la serie completa, me siento mucho más capacitado para dar una mejor respuesta a esa pregunta. 

La soberbia producción y el detalle que acompañan cada capítulo -desde el primero hasta el último- quizás sean lo más llamativo y lo que encandila más fácilmente a casi todos; pero eso es, desde luego, el aspecto más obvio, más superficial. Al estar situada en una época histórica (el primer capítulo nos ubica justo en 1912, una noche después del hundimiento del Titanic), a lo que asistimos los espectadores es a la recreación de un estilo de vida, de ahí el caracter profundamente constumbrista de la serie que no se preocupa por urdir tramas complejas ni adictivas -como hoy se exige a casi toda serie de televisión que se respete- ni a argumentos sustentados en la eterna pugna entre protagónicos y antagónicos. Es, por el contrario, una serie que se cocina a fuego lento, sin ninguna urgencia; éste último, elemento clave para sumergirnos poco a poco en la vida bucólica y casi contemplativa en la que están inmersos sus personajes. 
 
A pesar del desafío inmenso que eso supone -sobre todo en este mundo regido por la inmediatez, en el que nadie pareciera tener tiempo ni ganas para nada que exiga algo de paciencia- los capítulos sin apenas sobresaltos o situaciones al límite, jamás cansan ni aburren. Por lo mismo,  pareciera una serie planteada o dirigida a cierto público, uno mayor, por supuesto, que añorara la calma, la elegancia, los buenos modales y la exquisitez de aquel desaparecido mundo. Sin embargo, hay algo más que públicos de distintas generaciones hemos encontrado en ella. 

Uno de los grandes aciertos es la forma en que nos muestra la manera en que los protagonistas van deslizándose continuamente de una época a otra. Para el espectador es de especial interés ver cómo el rígido, pero a la vez frágil cascarón de la vida conservadora va resquebrajándose y dando paso a un cambio que empieza a ser tangible  en las prendas, en los cortes de cabello, en las costumbres que van trastocándose; en la apertura de los personajes a irse adaptando y aceptando los primeros indicios de una sociedad menos rígida y apegada a la forma.

Destaca por encima de todo el papel esterotipado de la mujer en la vida de aquel entonces, así como la evolución de su rol a través de los años hasta conseguir un lugar más activo en la vida social, una personalidad menos dependiente, más trabajadora y arriesgada, aunque eso sí, profundamente romántica y anhelante. Resulta casi cómico por momentos asistir a algunas escenas que dejan de manifiesto el rol sumiso de las mujeres de la época y la abnegada actitud con que aceptaban su condición. 

El papel reivindicador de servir 

Otro de los aspectos a destacar es la narrativa, dividida casi por igual entre lo que ocurre a la gran familia en los deslumbrantes salones, en el comedor, en las habitaciones o en el campo, y en lo que sucede a la par en la vida del cuerpo de servicio doméstico que se entrega a ella. Apenas empieza la serie queda claro que éste será un elemento indisoluble de aquel estilo de vida rodeado de mayordomos, lacayos, amas de llave, cocineros y choferes. Downtown Abbey no sería la mitad de lo que es sin la omnipresencia de ese séquito de servidores regido por una intachable actitud de servicio, y sobre todo, por hacer de ella una virtud reivindicativa en sus vidas. Fue el novelista Kazuo Ishiguro uno de los primeros en abordar el tema en su novela Los restos del día, más tarde adaptada al cine por James Ivory, con Anthony Hopkins en el papel de mayordomo obsesionado con la lealtad y el sentido de dignidad de servir a un amo. 
Downtown ahonda en el tema de manera brillante a lo largo de las seis temporadas, y dibuja con mucha más claridad y precisión el poderoso vínculo que unía a los amos con sus sirvientes; sobre todo, subraya la satisfacción y el honor que sentían los segundos por el simple hecho de pertenecer a esa vida y ser considerados parte de la familia. Toda proporción guardada, es imposible no pensar en lo que el servicio doméstico es hoy en casi todas partes del mundo, en lo indigno que a veces es considerado y en la escasa remuneración que puede obtenerse a partir de él.

Desde el punto de vista social, también es interesante ver cómo los personajes de mayor edad dedicados al servicio se sienten satisfechos con haber sido eso y no más en sus vidas, en claro contraste con los más jóvenes que comienzan a cuestionarse esa vocación, seducidos por otras perspectivas como la posibilidad de estudiar, de salir a descubrir todo lo que un mundo cambiante y lleno de oportunidades tiene reservado para quienes buscan con la tenacidad suficiente. Ahí está el chofer que con su espíritu libertario y soñador conquista el corazón de una de las hijas de la gran familia; o la cocinera que se va y regresa a la casa después de unos años pero ya no a servir sino como una mujer de sociedad casada con un hombre respetable, que sienta a comer, orgullosa, a esa misma mesa en la que solía servir casi desde el anonimato.

Conforme los años y las navidades van pasando entre York y el Londres cosmopolita de los años 20, los diálogos van anticipando el fin de una era. Los grandes terratenientes empiezan a vender sus propiedades, los castillos y las grandes casas van quedándose vacías, a medida que algunas de las posiciones que jugaban algunos lacayos dentro del servicio doméstico van pareciendo excesivas para una nueva época que va revelando, lentamente, el anacronismo de ese estilo de vida trastocado sobre todo por los horrores de la Primera Guerra Mundial y la crisis social que trajo consigo incluso en poblados tan pequeños como en los que discurre la acción. 

A medida que la serie se acerca a sus capítulos finales, los protagonistas parecen ser cada vez más conscientes de ese fin, pero a diferencia de la melancolía que invadiera a Don Fabrizio Cabrera en el Gatopardo, de Lampedusa, al vislumbrar el ocaso de la aristocracia, aquí nadie parece aferrarse al pasado; más bien parecieran abrir los brazos a una vida libre de las atadura sociales y morales impuestas por la tradición, pero eso sí, siempre con la familia como eje central de todo. Como sea, para uno como espectador es imposible evadir esa nostálgica sensación de pérdida ante ese mundo en el que parecía vivirse casi con indolencia, sin las preocupaciones de la vida moderna; ese mundo que hoy parece casi una fantasía no solo irreproducible sino inconcebible en ningún otro momento de la Historia. 

A todo esto hay que añadir el ingenioso humor, las actuaciones soberbias, la caracterización de los personajes que a lo largo de las seis gloriosas temporadas vieron junto con los espectadores la aparición de los primeros teléfonos, del primer automóvil, la primera secadora de cabello, los primeros aviones; artefactos todos recibidos con suspicacia, rechazo, pero que poco a poco, como bien sabemos, fueron incorporándose a nuestras vidas, trayendo consigo grandes cambios que moldearon una nueva idea de progreso en los ámbitos económico, social e industrial. 

Hay tanto que seguir viendo en Downtown Abbey, que bien valdria la pena revisitarla de vez en cuando, al menos para no sentir esa nostalgia que nos invadió a todos los que lamentamos que la producción llegara a su fin. 

Ahí queda pues, para la posteridad, esta joya de la pantalla chica.

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