ALBAÑILES EN EL PARQUE

Justo frente a la casa en la que vivo hay un parque al que la delgeación le ha puesto atención últimamente. No es un espacio demasiado pintoresco, pero sus árboles e instalaciones algo rudimentarias para el ejercicio y esparcimiento no fallan para atraer a gente de todas la edades que va insuflándole vida sin importar la hora ni el día. 

Desde hace unos días, o será ya un mes o así, un campamento de lámina se instaló en uno de los claros del parque; sus techos, destinados a dar cobijo a los trabajadores encargados de la remodelación del parque, alabañiles de escasos recursos a los que dará igual abandonar temporalmente sus casas -si es que las tienen- para venir a vivir aquí, bajo estas condiciones igual o más precarias de aquellas a las que estén habituados. 

Conforme han ido pasando los días, he descubierto en ellos algunas rutinas que me han hecho pensar en esos momentos del día en que nos concedemos todos una tregua para disfrutar de alguna simpleza que, sin embargo, sea capaz de hacernos anhelarla y llenarnos de esperanza durante y aún después de que haya terminado.

Por las mañanas, por ejemplo, antes de empezar su jornada, se reúnen en torno al panadero que llega puntual en su bici y con un cláxon rudimentario les notifica su llegada. Trae consigo una gran canasta de pan dulce y un termo con café caliente que sirve de primer alimento a todos los congregados que conviven y se sonríen, algunos todavía con ojos perezosos, con las manos en los bolsillos, abrigados con sudaderas gruesas que les sirven de cobijo para el frío de la noche. Sorprende verlos así, tan indiferentes a la jornada cuesta arriba que les espera, plagada de trabajos forzados.

Por las tardes -sobre todo en fines de semana- el ritmo de trabajo se torna pausado. A media tarde ya no hay mucho más que hacer a parte de improvisar una mesa y sentarse en algunos tabiques en torno a ella para una partida de cartas. Algunos otros a provechan la tregua para refrescarse a jicarazos (lo más parecido a un regaderazo que pueden tener) con el agua que sale fría de alguna llave o - a veces creo- de un bebedero. Dentro de la casa de lámina, la mayoría duermen la siesta o retozan, distentidos, entregados a la camaradería.

Ya en la noche, bajo el sutil y aún así penetrante aroma del jazmín que emana de los naranjos en flor, improvisan la cena a la lumbre de un fuego rudimentario y primigenio que alimentan con ramas que seguramente irán recolectando a lo largo del día con vistas a este último momento que antecede el sueño profundo, inercial, al que deben rendirse tras el duro trabajo del día.

Los vea o no desde la ventana de mi cuarto, es imposible no tenerlos presente sobre todo cuando el humo de su fuego se eleva en blancas columnas hacia los árboles y se dispersa y cuela hasta mis interiores trayendo consigo ese inconfundible aroma a campo, a bosque que me hace pensar en ellos y en ese último momento de su día en que son nuevamente libres y tienen ante ellos la restauradora perspectiva de unas horas de sueño, descanso y silencio. Con eso en mente, también me arruyo y consuelo; con la alegría romántica -aunque falsa quizás- de que sus vidas, aunque precarias en muchos sentidos, aún les concede esos momentos inmensos de placer y sosiego. 

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