THE PEN CORNER, EN DUBLÍN


The Pen Store en Estocolmo
Desde hace un par de años mi gusto por las plumas fuentes ha adquirido visos de afición. Desafortunadamente en la ciudad en que habito la oferta especializada tiende a ser limitada y uno ha de lidiar con la frustración de ver solo en Internet las novedades que ofrece esta industria de nicho.

Por lo mismo, se me ha convertido en joven costumbre aprovechar mis viajes -cuando los hay- para visitar otras tiendas de este tipo que por lo general suelen estar mejor surtidas. El disfrute empieza desde antes, cuando me siento a averiguar en Internet si en la ciudad a la que planeo ir existe un lugar que merezca la pena ser incluido en mi lista de cosas que hacer durante el viaje.

El año pasado, por ejemplo, di con The Pen Hospital en Nueva York, quizás la más grande de la ciudad, además de la flag store de Lamy que -¡vaya pena!- perdí de vista.

En este mismo ánimo, durante un reciente viaje que me llevó por Estcolomo, Copenague y Dublín, tuve oportunidad de visitar distintas y fascinantes tiendas, una en cada ciudad. En Estocolmo, The Pen Store; y en Copenague, Stelling. A Dublín volveré más adelante.  Las dos primeras bastante grandes y muy bien surtidas, en especial la de Copenague, aunque hay que decir que la oferta en tintas era muy superior  la que tenían en la capital de Suecia. Además -cosa rara en este pequeño universo- The Pen Store emanaba una atmósfera más vanguardista, palpable desde la joven pareja que la atendía: toda energía y dinamismo.

Stelling, en la capital danesa, guardaba en cambio un equilibrio entre lo clásico y moderno. Contribuía a su encanto el antiguo edificio que le daba cobijo; sin embargo, perdía un poco de personalidad debido a la indelicada actitud de la pareja de inmigrantes que la atendían con muy poca sensibilidad para dar gusto al tipo de clientes que solemos frecuentar esas tiendas, habituados  a un trato más personalizado.

Mis expectativas eran altas en Irlanda, a donde mis pesquisas me guiaron hasta The Pen Corner, ubicada en la avenida College Green, quizás la más concurrida por ser tan comercial y estar llena de restaurantes. Aunque un poco más pequeña que las anteriores y una selección de tintas menor a la que había anticipado, entrar a esta tienda supuso para mí la experiencia que realmente había estado esperando. Además, debo confesar que la connotación de la tienda era distinta por estar en una tierra que ha sido tan prolija en escritores: Wilde, Beckett, Joyce, y más recientemente, uno de mis favoritos, John Banville.

Pero al margen de lo anterior, supongo que, de alguna manera, buena parte de aquellas personas que disfrutamos ponerle un sello particular a lo que escribimos a mano e invertimos tiempo en hallar el mejor instrumento para hacerlo, así como la tinta perfecta y el papel que por sus cualidades haga honor a los dos elementos anteriores, nos sentimos irremediablemente atraídos por ese halo clásico e incluso arcaico que -en equilibrio con un poco de refinamiento y buen gusto- suele rodear este pequeño universo, como lo denominé hace un momento. Lugares como The Pen Corner son todo eso que podríamos esperar: un tributo a la escritura, entendida como una tradición que aún en medio de estos tiempos puede darse el lujo de prescindir con jactancia de toda vanguardia e instrumentos tecnológicos. Este lugar, más que una tienda, da la impresión de ser un pequeño santuario dedicado al disfrute que hay en la creación de la palabra escrita, más allá de su ascepción literaria. Por encima de eso, The Pen Corner en Dublín pareciera también un santuario a prueba del tiempo, y no obstante, dedicado a protegerlo de su propio transcurso; a proteger esta primitiva y rudimentaria forma de expresión del devenir caótico de un mundo que cambia y se reinventa en casi todos los aspectos que lo configuran.


The Pen Corner en College Green 
Puestos a mirar, creo que sería justo atribuir trambién parte del encanto al edificio que la resguarda en su planta baja, con la pátina del tiempo ennegreciendo los bloques de piedra, con su remate hexagonal y el reloj circular que mira hacia la avenida. El conjunto hace un juego exquisito con la fachada de la tienda, en especial, con el nombre de The Pen Corner en letras doradas que se curva a medida que la esquina de la calle gira. Los marcos de madera en las ventanas intensifican ese aire de anticuario, al igual que la luz tenue del interior, en justo equilibrio con la luz frágil del día nublado que se cuela por las ventanas.

Adentro, una pareja que se adivina un matrimonio (los dueños muy posiblemente), se encargan de recibirme. Ella un poco más joven y menos amigable que él, que, en cambio, es todo refinamiento en sus modales y trato con el cliente. Conmigo fue todo un caballero; de lo más solícito, pero no al estilo burdo en que pueden serlo esos vendedores que revolotean alrededor de su presa, o que lo siguen por la tienda con poco disimulo. Nada de eso. Aquí, nos enfrentamos a un hombre que tras el mostrador se muestra diligente en sus actividades, pero a la vez, con discreción impecable, me observa, atento a lo que va atrayendo mi atención. Sin darme cuenta, a mis espaldas, y mientras paso de una tinta a otra y mi indecisión se va haciendo evidente, él va disponiendo en el mostrador un recipiente con agua, papel y una plumilla de murano para que pueda sumergirla a discreción en cada uno de los tinteros con el fin de probarlas y determinar si alguno de los colores es el ideal para mí.

Por algunos momentos el oficio de aquel hombre que ha tenido el privilegio de atender, entre otras figuras al mismo Banville, me recuerda a ese personaje creado por Rowling: Mr. Olivanders, encargado de vender varitas mágicas a los estudiantes de Hogwarts, dentro del universo mágico de Harry Potter, que tanto se nutre de  este tipo de atmósferas tan propias del Reino Unido.

Bajo la guía y atención de aquel hombre probé algunas opciones hasta dar, después de un largo rato, con un par de tintas, sin que el personaje diera muestra alguna de haberse desesperado. Más bien, daba la impresión de haber podido seguir ahí complaciendo mis caprichos indefinidamente.  Supongo que en eso consiste la pasión por el oficio o por lo que en él se adivinaba como un propósito o conciencia de obrar para un bien superior, a saber: el de contribuir a preservar vivo este placer tan antiguo y simple a la vez, que consiste en sumergir la pluma en el tintero para dejarla fluir en el papel con un sello propio capaz de distinguirnos  -como decía antes- más allá del orden de las palabras, o la voz de nuestro pensamiento.

 
Aquí un vistazo al interior de Stelling, en Copenaghe.


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