JUGADORES NOCTURNOS
Ayer, unos segundos antes de acostarme, escuché el alboroto de algunas voces y el chocar de una pelota o un balón contra el piso de concerto de la cancha que hay en el parque que está tan solo unos metros de mi casa. Se trata, por
lo general, de una cancha muy concurrida. Sin importar el día de la semana o la
hora, suele haber grupos de gente jugando, así que esas
voces y esa algarabía, junto con el constante entrechocar de los balones contra la malla cilónica que impide que los balones vayan a dar a la calle, son de lo más común, sobre todo durante
sábados y domingos cuando ese pequeño espacio se convierte en epicentro de
retas y torneos varios.
Por lo mismo, lo que llamó mi atención ayer por la noche no fue el ruido que provenía de ahí, sino el horario en que las voces emocionadas se colaron hasta mi
habitación. Era casi la medianoche de un lunes y las voces se escuchaban tan fuertes como
si fueran las tres o las cuatro de la tarde en pleno fin de semana.
Atraído por
la escena, camino a la cama, me asomé, discreto, por la ventana para ver si
alcanzaba a ver a esos jugadores nocturnos, pero en su mayoría quedaban ocultos
por plantas y árboles; a lo mucho, alcancé a ver la pelota
que iba y venía de un lado a otro, y las luces del parque que iluminaban esa
cancha, convertida de pronto en un estadio privado.
Alrededor, el parque se hallaba sumido en esa calma reposada que
antecede a la madrugada, invadido por esa bruma leve tan característica después de un aguacero.
Lejos de indignarme por el ruido o su falta de consideración, sentí cierta fascinación por la escena que se desarrollaba apenas a unos metros de mi ventana. En ese momento cuando la mayoría de los habitantes de las casas
vecinas se encontraban conciliando el sueño o, como yo, a punto
de hacerlo, ese pequeño grupo de jugadores renunciaba a seguir los cánones
impuestos por la noche para adueñarse de ese espacio, de ese momento mágico en
sus días, sin ninguna otra preocupación que la de entregarse a ese disfrute
pleno, sano y sincero que se adivinaba como un contagioso acto de libertad, de
rebeldía contra el tiempo; un espacio propio al que recurrir después de la jornada
impuesta por el trabajo y la carga social para reivindicar la autonomía y
la individualidad; un bastión al que aferrarse para salvarse de la monotonía y
las consideraciones que tantas veces nos impone la vida adulta.
Por un momento, agazapado tras mis persianas, incapaz de
individualizar sus rostros, sentí envidia de ese goce casi infantil. Aquellos
hombres se sentían dueños del lugar, de esa cancha, solo para ellos; de
la noche fresca y limpia que se postraba a sus pies, larga y callada,
sumida en sí misma, dispuesta a dejarse disfrutar sin prisas, sin
contratiempos.
Todo risas y juego, camaradería, y el olvido temporal de cualquier
pena o responsabilidad.
Me quedé un rato observando y pensando en todo esto. En algún
momento, abstaraído, debí decir algo en voz alta
que alertó a quien detrás de mí, tapada en la cama, trataba de conciliar el
sueño: “hacen mucho ruido”, me dijo. “Ya mejor que se vayan, es muy tarde”.
Sonreí con ironía antes de abandonar mi posición de observador y
dirigirme a la cama para entregarme, a diferencia de ellos, a la más elemental
de las rutinas nocturnas.
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