STEVENSON, AL MARGEN DE LA FICCIÓN
los ensayos de Stevenson, que se cuentan
entre los más penetrantes
y vivos del pasado siglo”[1]
Javier Marías
Qué difícil
resulta a veces situar a los novelistas fuera de dicho papel e imaginarlos
viviendo sus vidas lejos de un escritorio, de una lámpara, de una pluma o una
máquina de escribir a lo más antiguos, o bien, de una computadora, a los más
modernos. La idea del novelista como inventor de historias ficticias a menudo
nos lleva a olvidar que más allá de esas páginas y de sus propios libros,
existe alguien a quien le suceden en verdad las cosas y que no siempre son sus
libros un mero reflejo de esa vida que el escritor está siempre condenado a
llevar a cuestas sin que a sus lectores les importe mucho.
De Robert Louis
Stevenson, a quien sin duda recordamos bien por La Isla del Tesoro, y por su
maravillosa exploración sobre la dualidad del ser humano en El extraño caso del
Dr. Jekyll y Mr. Hyde, se tiene sin embargo, un retrato bastante incompleto,
puesto que en el imaginario colectivo impera la idea de que fue un escritor de
aventuras y a lo sumo, un novelista obscuro que gozó, eso sí, de enorme
aceptación durante su corta vida, pues murió joven, a los 44 años de edad. Como testimonio de sus más conocidas
facetas dentro de la ficción le sobreviven, además de los consabidos títulos,
una interminable serie de cuentos y novelas que hoy pueden encontrarse en todo
tipo de ediciones y compilaciones.
Pero hay también
otro Robert Louis Stevenson que ha permanecido un tanto en la sombra y al que
sólo conocemos quienes nos hemos acercado a leer su obra ensayística, ahora
recientemente editada por el Fondo de Cultura Económica en un hermoso libro
titulado Memoria para el Olvido.
Tras una atenta
lectura queda claro que el más grande acierto de estas páginas es que a través
de ellas cobra vida el ser humano y ya no tanto el novelista. Estas piezas nos
muestran el envés de la personalidad de un escritor que pese a haber padecido
problemas de salud desde su niñez y haberse tenido que privar de algunos de sus
placeres favoritos a lo largo de toda su vida por esa misma razón, supo dónde
mirar para encontrarle a la vida su dulce sabor, aún cuando ésta se empeñara a
veces en ser más bien amarga o agridulce. De hecho, el mérito mayor radica en
lo que – a juzgar por sus escritos- no sólo supo ver sino más bien en lo que
prefirió ignorar para hacer de su mundo un lugar más amable; más habitable.
Esto no implica
que a Stevenson le fueran ajenos los reveses de la vida, o la mezquindad que
habita en el corazón de los hombres, pero digamos que esa parte antagónica
-pero aun humana de la historia- decidió confinarla al terreno de la ficción,
como si sólo ahí y a través de ella (de la ficción) se hubiera sentido capaz de
dar cuenta de su existencia sin tener que arriesgarse a salir manchado y
contaminar así la frescura y la gracia que le eran propias, y las cuales, por
fortuna, logró mantener incólumes en cada uno de sus ensayos.
Es en ese tenor
que el escritor escocés aborda temas como la pereza, los mendigos, la
conversación, la muerte, los libros e incluso las caminatas a través del campo
y el efecto sedante que éstas pueden tener en el ánimo de los hombres, siempre
y cuando se sepa voltear al lugar indicado. En algunos casos sus reflexiones
nos llevan a recorrer paisajes o episodios propios de su época, lo cual no
implica que sus palabras pierdan vigencia, puesto que su mirada siempre se posó
sobre lo humano y lo atemporal.
La filosofía
que Stevenson pregona en estos ensayos es la propia de quien sabe bien el lugar
que ocupa en el mundo y se siente agradecido por ello, pero sobre todo,
satisfecho por lo que de él ha recibido. Es la voz de quien no tiene
absolutamente nada que reprocharle a la vida; la voz de quien nos dice “miren,
las cosas pueden verse de esta manera, pero también de esta otra que podrá no
ser la mejor pero sin duda matiza lo que podría parecer funesto e
irremediable”.
Así lo
demuestra en su ensayo “El Dorado”, en el que trivializa, con tacto y sutileza,
nuestra desaforada búsqueda por la felicidad y nuestra prisa por querer llegar
siempre a esa ciudad de oro cuyo brillo, sugiere, palidecería frente a la dicha
enorme que suponen el viaje y la búsqueda, la esperanza y el esfuerzo por
encontrarla.
“¡O pies incansables, que viajáis sin saber dónde!,
Creéis que pronto, pronto, llegaréis a una cima conspicua y que, sólo un poco
más allá, recortándose contra el sol poniente, divisaréis las agujas de El
Dorado. Qué mal conocéis vuestra suerte, porque viajar esperanzado es mejor que
llegar, y el verdadero éxito reside en el esfuerzo.” [2]
A Stevenson no
le fueran ajenos el humor, la broma y sobre todo la fina ironía de la que se
valió en más de una ocasión para denunciar aquello que denostaba o bien para
restarle pompa y seriedad a aquello que a su juicio no las ameritaba; y en
realidad, al final se puede uno dar cuenta de que pocas cosas le parecían
dignas de ensombrecer el espíritu de los hombres. De ahí que durante su lectura
sea común esbozar esa sonrisa tan carcaterística del lector que se reconoce en
las palabras y que sin importar si el reflejo es halagador o traicionero, se
ríe un poco de sí mismo mientras le concede al artífice al menos un poco de
razón en sus argumentos, juicios y apreciaciones.
Los escritos de
Robert Louis Stevenson sin duda lo sitúan como un aventurero y un optimista,
pero no necesariamente como un ingenuo, pues sin duda fue mucho lo que debió
haber vivido y mucho más lo que sus ojos debieron haber visto como para poder
hablar del modo en que lo hizo sobre las pasiones, los disfrutes, la cobardía y
el temor al fracaso que tantas veces socava la voluntad de los seres humanos.
Él, fuera de
sus novelas, en las que habitan villanos, males acechantes e invisibles;
ruindades e infraqueables visicitudes, nos invita a encarnar al héroe, a ese
mismo héroe que en sus ficciones -si bien no siempre logra vencer o entender al
mal y conquistar la felicidad sin retos ni imprevistos qué librar- lucha por
sus ideales sin perder la integridad y sobre todo, no sin conseguir tras cada
aventura, triunfo o derrota, algo de lo qué aprender y qué contar para la
posteridad.
El ensayista
escocés, quien murió en 1894 en la isla de Samoa, víctima de un derrame
cerebral, pasó por la vida siendo un hombre libre de prejucios y ataduras, que
dedicó la mayor parte de sus energías a realizar lo que le dictaron el corazón
y por supuesto, el instinto. Y al final del día no fue poco lo que consiguió y
mucho menos lo que nos legó, a saber: la invitación eterna a alcanzar un estado
de felicidad alejado de convencionalismos, y al que sólo se puede aspirar a
través de lo simple y a veces mundano; a través del pensamiento y el inagotable
placer que brinda la sabiduría que trae consigo cada nueva experiencia, o si se
prefiere, cada nueva aventura.
“Nos enamoramos, bebemos mucho, y corremos de acá para
allá por la tierra como ovejas asustadas. Y entonces te preguntas si, cuando lo
has hecho todo, no habrías estado mejor en casa, sentado junto al fuego, y si
no habrías sido feliz pensando. Sentarte y contemplar, recordar los rostros de
las mujeres sin deseo, sentir alegría sin envidia por las grandes acciones de
los hombres, serlo todo y estar en todos los sitios con compasión y, sin
embargo, sentirte satisfecho de quedarte donde estás: ¿no es esto conocer tanto
la sabiduría como la virtud, y vivir en la felicidad?”[3]
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