UNA TARDE CAMINANDO

 Son raras las veces que aquí en mi ciudad siento ganas de salir a caminar, especialmente si se trata de distancias largas. Estoy tan habituado a utilizar el coche para todo, incluso para reducir el tiempo entre las distancias más absurdas. Es algo que no me pasa desde luego en los viajes, en los que suelo caminar distancias inimaginables. Supongo que tiene que ver con el tiempo casi siempre precario que tenemos en la ciudad para el paseo recreativo y ocioso, a diferencia de las horas contemplativas de las que por lo general disponemos como turistas.

Hace unos días, sin embargo, estando en el centro de Coyoacán, se me abrió la posibilidad de volver caminando a mi casa, situada más al sur, en ese punto donde confluyen División del Norte y Pacífico. Aprovechando el inusitado impulso, que la tarde aún era joven y que la lluvia aún parecía dispuesta a demorarse, decidí que un tiempo a solas por las calles de siempre no me vendría mal, empezando por Miguel Ángel de Quevedo, justo a la altura de avenida Miguel Hidalgo.  

               En mi recorrido pasé por lugares por los que he transitado una y mil veces, solo que ese día fue como si los descubriera por primera vez. Ver los comercios y los cafés tan de cerca, casi de un modo contemplativo, fue refrescante y revelador a la vez. En particular, disfruté detenerme en La tradición de Coyoacán, ese café frente al departamento de mi mejor amigo, el cual me había recomendado en repetidas ocasiones antes de mudarse a Cuernavaca. Lo hice con calma y con la plena conciencia de estar siendo ocioso, de estarme entregando al momento como tantos otros se entregan entre semana a estos placeres mundanos,  de los cuales en cambio yo debo privarme por no disponer del tiempo o alguna hora muerta y generosa que me lo permita.

               Estuvo el café perfecto para acompañar con su aroma y sabor toda mi andanza.

               Mi idea original era seguir por División del Norte todo de frente hasta llegar a mi colonia, pero a medida que fui avanzando, otras calles y bifurcaciones más pintorescas fueron saliendo a mi encuentro. Me di cuenta de que recorrer en sentido opuesto algunas calles que durante toda una vida había recorrido en el único sentido permitido por los coches, transformaba las perspectivas y confería un aire de novedad a lo consabido, revelando aspectos y detalles nunca antes vistos.

              

La época añadió otro poco de magia a la tarde con esas calles alfombradas por la flor violeta de la jacaranda; cada esquina salpicada de ese color que, además, por momentos —cuando el viento cálido soplaba agitando las ramas de los árboles— llovía sobre mi cabeza. En ese ensimismamiento observé con renovado interés las casas de siempre solo para descubrir su modesta belleza e imaginarme con mayor detenimiento las vidas detrás de sus puertas; pude sentir igualmente la vida al interior de los bares, restaurantes, así como el devenir diario de las distintas colonias que atravesé, cada una con su propio ritmo; sus propios tenderos y sus caras comunes.

               Vi el mercado sobre ruedas replegarse con sus marchantes cansados pero a la vez agradecidos de ver terminar la jornada; vi también a aquella mujer entrar al mismo café que yo a pedir sus Benson mentolados, tan característicos de una mujer mayor, algo rancia en sus gustos, pero afortunada de poder seguir disfrutándolos;  y vi a esa otra mujer en un café distinto, sola, sentada frente a su capuccino y sus dos libros, uno de ellos abierto y el otro (Manuel del guerrero de la luz, de Cohel), cerrado, esperando su turno.

            En el camino pensé en mi amigo, en mi propia vida familiar, y fantaseé con vivir en alguna de estas otras colonias, en el Rosedal, incluso, tan linda, tradicional y vetusta. Pensé en la ciudad recién descubierta y en el viaje que, sin darme mucha cuenta, acababa de hacer; en la posibilidad casi siempre al alcance de descubrir algo nuevo y bello ahí donde la falta de atención y tiempo nos impiden ver todo eso que es capaz de detonar nuestras fantasías y asociaciones, responsables de transformar la experiencia exterior en el viaje interior, que es siempre el más verdadero.

               Media hora después llegaba a mi casa, justo al tiempo que las primeras gotas de esa lluvia indulgente y paciente caían para celebrar mi tarde entrañable.

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