2020: TÚNEL DEL TIEMPO
Si bien es cierto que nunca terminé de leer La Montaña Mágica, hace unos días que fui al supermercado y me encontré en los anaqueles algunos adornos propios de la temporada otoñal, recordé un pasaje de la novela en que el narrador reflexiona a detalle sobre la percepción del tiempo y las variables que pueden llegar a condicionarla.
Tras habernos visto obligados a
entrar este año en un extraño confinamiento desde mediados de marzo, nos vemos
ahora —y de un modo casi imperceptible— en la antesala del otoño, reconocible en esos vientos
que soplan ya un poco más fríos y las hojas de los árboles que empiezan a caer,
sensibles a la temporada y a su ciclo que no cambia.
¿En qué momento nos alcanzó el año?
—pensé—; ¿De qué manera tan imperceptible se nos escurrió entre los dedos? Tan
distraídos hemos estado intentando adaptarnos a una nueva forma de vida, encontrando
nuevos caminos para relacionarnos con el mundo, que ni siquiera fuimos
conscientes de haber entrado en este túnel del tiempo que ha transformado todos
estos meses en un solo y único día —largo, idéntico e interminable— que hoy nos
tiene aquí postrados a las puertas del fin del ciclo.
Pero es claro que el tiempo no ha
tenido ninguna responsabilidad en esto; sabemos bien que este año ha
transcurrido de la misma forma a como lo ha hecho siempre. Sin embargo, sigue
resultando curioso que este año vaya percibiéndose tan vertiginoso incluso bajo
circunstancias que en apariencia lo han ralentizadO y hecho tan cansado.
Como decía, apelando a mi memoria
literaria, logré encontrar aquellas líneas de la Montaña Mágica en las que el narrador
advierte sobre las trampas de nuestra percepción siempre subjetiva del tiempo, y descubrí en ellas algunas pistas que parecen explicar este curioso fenómeno.
“Se cree que la novedad y el carácter
interesante de su contenido hacen pasar el tiempo, es decir, lo abrevian,
mientras que la monotonía y el vacío alargan el instante y la hora
patéticamente”; asegura el narrador, de lo cual, podría deducirse que este este
año —al haber sido tan monótono, en el sentido de que al menos quienes hemos sido
estrictos en la cuarentena hemos permanecido una abrumadora cantidad de horas y
días confinados en el mismo espacio; sujetos a las mismas y limitadas rutinas—
tendría que haberse deslizado denso y espeso. Después de todo, las horas han
sido idénticas unas a otras; y los sentidos, privados de cualquier novedad, se
han visto forzados a asociarlo todo a un único entorno; siendo las únicas
variaciones los fines de semana, convertidos a su vez, en un ciclo en sí
mismos dentro de esa gran rutina.
Así que esa monotonía, por fuerza —al
parecer— tendría que haber hecho de estos meses algo verdaderamente eterno, y
por lo mismo, aquel día en el supermercado, en lugar de haberme sentido
sorprendido, debí haber experimentado una emoción más parecida al alivio al ver
que después de todo el año se ha movido y se acerca a su fin. Y sin embargo,
al haber visto esos adornos de otoño sentí asombro precisamente
por lo contrario, por haber llegado hasta aquí pero sin haber sido nunca tan
consciente de ese avance del tiempo. Pero ¿por qué?
"Los grandes periodos de tiempo cuando su transcurso es de una monotonía ininterrumpida, llegan a encogerse", explica Thomas Mann a través de Hans Castrop, personaje central de la novela. Y sí, esta frase describe el fenómeno, pero no necesariamente lo explica; eso ocurre algunas líneas más abajo:
“Cuando los días son semejantes
entre sí no constituyen más que un solo día, y con una uniformidad perfecta
(como en la que nos insertado a lo largo de este año curioso) la vida más larga
sería vivida como muy breve y pasaría en un momento… la costumbre es una
somnolencia o, al menos, un debilitamiento de la conciencia del tiempo”.
De ahí entonces que nuestros días de
confinamiento, idénticos desde un inicio, parezcan todos el mismo día: uno
solo, largo y uniforme, que por obra de magia nos ha transportado, con sus 24
únicas horas, a otro momento del año en el que aquel supermercado que ayer
vendía chocolates y conejos para celebrar las pascuas, hoy nos reciba con
motivos anaranjados para acurrucarnos en casa y prepararnos para el viento y la
hojarasca, sin haber pasado por el sol y la fiesta acuática del verano. ¿A
dónde se fue el tiempo?
La reflexión del novelista, que se
extiende y va ampliándose a lo largo de ese monumento literario que es La
montaña mágica, concluye diciendo que la solución a este engaño, a esta
percepción similar a la de haber atravesado por un túnel del tiempo, puede hallarse
en la inserción de nuevas costumbres a esa monotonía; lo único que según él —o
su narrador— puede vivificarnos y refrescar nuestra percepción del tiempo para
lograr “una mayor lentitud de nuestra experiencia del tiempo”. Y hay razón en
ello pues ¿cuántas horas plenas de actividades o de tránsito (un viaje, por
ejemplo) no parecen estirarse y darnos la impresión de días u horas más dúctiles,
y todo a consecuencia de apenas una cuantas transcurridas a bordo de un avión, un
tren o inclusive un coche que nos han alejado del hogar y nos han puesto bajo
otro cielo y otro clima que hacen parecer los de esa misma mañana al salir de
casa —ya convertidos en recuerdo— en meros sueños o evocaciones.
En su libro Los errantes, la escritora
polaca, Olga Tokarczuk, refiere algo curioso al describir el trayecto de un avión que despega de Irkutsk a las ocho de la mañana y aterriza en Moscú a las
ocho de la mañana del mismo día: “Se permanece en un mismo momento, en un Ahora
tan inmenso… el tiempo transcurre en el interior del avión, pero no se filtra
al exterior”.
Este año, como sea, va pareciendo ya
tarde para reinventarnos en nuestra manera de existir más conscientemente en
nuestra propia línea del tiempo. Estos meses han sido ladrones de vidas, pues,
tantas se han perdido; pero también han sido hábiles ladrones del tiempo, pues
a pesar de que objetivamente ese tiempo ha sido nuestro y hemos podido tenerlo
y disfrutar de él, nuestra percepción —como decía antes— siempre subjetiva, parece
sugerir lo contrario. Toda una lección para que llegado el día en que la
posibilidad de estirarlo y llenarlo nos sea devuelta, seamos más consciente de
su transcurso, y junto con ello, más capaces de renovar nuestro sentimiento de
la vida en general.
Viéndolo así, qué somos sino la expresión más viva y física del tiempo, sus depositarios.
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