LA SOLEDAD DEL PUNTO FINAL

“Tal vez no interese mucho al lector saber la tristeza con que se deja la pluma al terminar una tarea creativa de dos años de duración, o que un autor siente como si estuviera abandonando una parte de sí mismo…”, escribía Charles Dickens en el prefacio de David Copperfield, para dejar constancia de las emociones contradictorias que le embargaban ante la satisfacción de haber terminado un proyecto tan largo y el pesar por separarse de él.

Supongo que el tema, o al menos las emociones descritas aquí arriba, no son nuevas para quienes escribimos, con independencia de nuestra popularidad o la calidad de nuestra obra; la capacidad de experimentarlas no es exclusiva de los grandes maestros.

Y es que, desde los albores de una novela, cuando ésta no es más que emoción, una intuición que va volviéndose recurrente y discernible, comienza a ocupar un espacio dentro de uno, tal y como lo haría una presencia física, material.  No importa que deba pasar un tiempo para que nuestra parte consciente se dé cuenta de que todo aquello —la idea— gira en torno a un mismo núcleo, y que dentro de ese núcleo palpita el corazón de una novela. Y qué alegría darse cuenta de que, por débil y frágil que sea su latido en un inicio, hay algo vivo que a partir de ese momento iremos alimentando con cada emoción y cada pensamiento, con cada idea o anécdota cruce por nuestra mente. Todo cuanto nos ocurra susceptible de ser digerido, procesado y empaquetado como materia prima para dar vida a una escena, a un diálogo, a un argumento o una reflexión. Estar escribiendo algo modifica la perspectiva del todo y potencia nuestra capacidad de observación y abstracción. En pocas palabras, la mente se predispone para hallar en el entorno algo susceptible de ser narrado e incorporado a la novela, de ahí que no sea infrecuente que, mientras uno se halla inmerso en un proceso de esta naturaleza, se encuentre distraído y ausente del mundo real, tomando notas mentales de todo lo que ocurre a su alrededor, o viendo y previendo cómo eso que se le acaba de ocurrir ha de integrarse a la trama. En ese sentido, la novela y su mundo, sus personajes, se convierten en una compañía permanente para el autor, incluso, más que algunas personas reales con las que uno vive y convive a ratos; con las que no interactúa permanentemente. A diferencia de éstas, la novela habita en nosotros. Vivir con un libro en la mente es un placer íntimo, una felicidad que ocurre en una dimensión oculta y vedada al resto; pero también es un placer celoso, egoísta y por lo mismo, territorial.

Pero el proceso creativo no está exento de altibajos, de frustraciones y, principalmente, de desengaños. Mucho se debe, en parte a que uno tiende a idealizar su novela mientras la escribe: imagina nuevos rumbos para ampliarla y robustecerla, para explorar nuevos temas y profundizar en ellos; la imagina desbordada, superando sus propios límites. Esto, muchas veces después de una sesión de escritura especialmente productiva durante la cual hayamos quedado especialmente satisfechos tras haber logrado plasmar exactamente lo que nos proponíamos y algo más, pues siempre, cuando se escribe de verdad, terminan aflorando ideas y reflexiones que eran incapaz de preverse al inicio de la sesión. Suelta uno la pluma cansado, pero satisfecho y sorprendido, viendo cómo la novela va creciendo y ampliándose. No obstante,, el regocijo durará poco —acaso lo que dure el sueño de la noche— porque son pocos los textos que resisten al ojo fresco y crítico de la mañana siguiente; a ese que descubre en los párrafos gloriosos de la jornada previa, poco más que arrebato, el esbozo torpe de algunas ideas que requerirán de arte y oficio para transformarse en lo que realmente queremos.

Quizás las peores decepción, frustración e incertidumbre, sean las que nos invaden cuando hemos terminado el primer borrador de la novela; cuando llega el momento de volver al lejano primer capítulo para ver cómo encaja todo, para comprobar si funciona, si el tono inicial —cuando la novela daba sus primeros e inseguros pasos— se corresponde con el que fue adquiriendo conforme íbamos creyendo en ella. ¿Cuánto no habremos entonces de descartar, de ampliar, de modificar, de reescribir para que la novela sea realmente no esa que creíamos que sería, sino la mejor versión de lo que hemos sido capaces de concebir? Admitir que hemos de desprendernos de la idea original para darle la bienvenida a lo que la novela ha pedido ser a lo largo del camino, puede ser tan doloroso como triunfal y satisfactorio. En todo caso, siguen siendo emociones que nos inundan y emanan de ella.

Pero una vez que las correcciones han terminado, que las relecturas han cesado y hemos admitido que no hay más que podamos hacer por la novela, llega el momento de poner, ahora sí, el punto final; de dejar la novela, envolverla y desearle la mejor de las suertes; de pedirle paciencia hasta que llegue a manos de un editor (si es que lo hace); a los ojos de algún lector para que entonces otros la habiten y viceversa.

Será por eso que, cuando uno pone el punto final y se despide de ese mundo, quede un vacío, acaso uno tan grande como el hueco que llenaba esa historia, cuyo corazón, con el paso del tiempo fue acompasándose al nuestro.

¿Y ahora, qué hago? Se pregunta uno sobre todo cuando aquellas horas que antes llenábamos escribiendo se perfilan vacías y ociosas contra el devenir del día. Queda también cierta lasitud, cierta sequía, como si no hubiera más de hacer ni decir después de lo dicho y vertido al papel. Pero también y, sobre todo, se queda uno más solo, sin esa compañía íntima; sin ese otro corazón que ha dejado de latir a la par del nuestro. Sí, en cierto modo, ponerle punto final a una novela equivale a expulsar de nuestro organismo una parte que ha sido nuestra, la misma que hemos puesto durante meses o años para darle vida.

Pero a medida que pasan los días, la sensación de vacío y soledad se van diluyendo y sobreviene entonces una especie de asombro retrospectivo ante la empresa acometida: ¿En qué momento? Y ¿De dónde ha salido todo eso? ¿Cómo diablos lo he conseguido? Intuyo que tal asombro, que podría confundirse con soberbia, se debe más bien a que quien escribe y aquel que contempla la obra escrita son dos personas, por decirlo así, distintas; dos facetas complementarias del mismo “yo”: la primera imbuida de la historia, de la urgencia, de la fiebre por escribirla y plasmarla; sumergida en un estado de la conciencia alterno que inaugura una faceta de la personalidad que nos predispone al acto creativo, y que queda clausurada tras el punto final. Y la otra, el autor, en un estado de reposo desde el cual le es imposible recuperar el arrobo que le llevó a pensar lo que pensó y a escribir lo que escribió del modo en que lo hizo durante el trance. Las palabras del escritor podrán incluso parecer lejanas y ajenas al autor a medida que finalmente va desprendiéndose de la historia y los personajes. Es así como tiene que ser.

En el horizonte tendría que ir ya figurando algo más relevante que el destino de la novela anterior. Me refiero a una nueva intuición, una nueva emoción, una nueva idea que nos habite y nos ayude a acabar con el vacío, la soledad y la sequía.

La labor del escritor ha comenzado de nuevo. 

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