VIAJE A LA NIEVE

Nunca creí que conocer el blanco milagro de la nieve me costaría tantas angustias ni que supondría tantos imprevistos y riesgos, más allá de aquellos inherentes al frío y al hielo, que han encerrado siempre esa misteriosa contradicción entre lo bello y lo terrible, tan presente en las más imponentes manifestaciones de la naturaleza.

Mi historia (o anécdota) no debe encerrar nada de particular en relación con la de tantos otros que vieron truncados sus planes de fin de año a causa del Coronavirus. Acaso la única diferencia entre aquellas historias y la mía sea que yo me he puesto a escribir sobre ella para dejar constancia de mi frustración y angustia, ambas derivadas de las privaciones a las que tuve que someterme para garantizar mis vacaciones de invierno; después, claro, estuvieron sus consecuencias directas, que es de donde surgen, supongo, estas líneas ociosas y catárticas.

Mientras guardo mi primer día de cuarentena tras haber recibido una prueba positiva de Coronavirus (mis síntomas comenzaron hace cuatro días), he estado reflexionando sobre la falsa idea de control que creemos ejercer sobre tantas cosas que en realidad están regidas por un devenir anárquico. Es solo que, a veces, en su trayectoria arbitraria, algunas de ellas convergen con nuestro entendimiento y nos deslumbran con un destello que nos engaña haciéndolas parecer asequibles, susceptibles de ser arrancadas de su devenir para ser guardadas en rincón cálido y seguro en el que podamos mirarlas y mantenerles así, bajo control. Pero eso, lo he entendido al fin, es pura ilusión. Y para una persona como yo, tan dada a la previsión y el control, aceptar esto último ha supuesto una derrota, pero también, una lección.

Seis meses atrás la misión parecía simple: pasar el año nuevo en Colorado, en un destino alpino, con nieve, en compañía de mi familia y mi hermano, quien tuvo la idea y se movilizó para hacerla realidad con todas las consideraciones que —ahora lo sé— implica un viaje de esas dimensiones: hallar hospedaje en una de las épocas con mayor demanda del año, considerar renta de equipo para los deportes de nieve; clases para quienes jamás hemos montado unos esquíes o snowboard; las góndolas para o “lifts” para subir a la montaña, por no hablar del transporte que ha de llevarlo a uno del aeropuerto de Denver hasta el destino final en un auto,  a través de montañas nevadas y carreteras a vuelta de rueda por la nieve y el hielo; a veces, también, entre accidentes ocasionados por las dos primeras.

Desde que mi hermano puso todo esto sobre la mesa y encontré la manera de hacer válidos mis vuelos pospuestos desde abril del 2020 para esta nueva aventura (previo pago de hasta dos o tres cuotas aplicables de la aerolínea), las vacaciones en la nieve se convirtieron, más que en ninguna otra cosa, en un compromiso infaltable con mi hermano que, desde hacía tiempo soñaba con un fin de año blanco, como el de los cuentos.

La espera y los preparativos

Ya en la niñez (no puedo recordar la edad con exactitud, pero me atrevería a decir que desde los 12 o 14 años) aprendí que no era bueno esperar o anhelar tanto un plazo, sin importar cuánta ilusión pudiera proporcionarme el hecho de imaginar o pensar en ese día. Eran precisamente las emociones que me generaban aquellos días marcados en el calendario las que luchaba por mantener a raya y alejarlas de mi pensamiento al menor asomo o provocación del subconsciente. Esto, no solo por lo cansado y doloroso que resulta esperar y anhelar tanto algo que está por cumplirse, sino por el inmenso poder de decepción que algo así encierra para el ánimo cuando, por alguna variable de esas que uno cree controlar, los planes se frustran o simplemente nos decepcionan. Ya alguien lo dijo antes, que: “todos los días llegan”, pero también “que no siempre son como prometieron ser”.

Así que con esa resolución que me tomó años convertir en un hábito cuasi mecánico, logré que el tiempo que me separaba de las primeras conversaciones sobre el viaje hasta el día en que los preparativos se revelaron en el calendario como una necesidad apremiante, se deslizaran suavemente y sin ningún tipo de ansiedad. El viaje, un punto remoto en el largo devenir del año.  

Quizás, el preparativo que llevé a cabo con más anticipación fue la lectura de un interesante libro sobre el invierno “Cuando los inviernos eran inviernos, historia de una estación” de Bernd Brunner, que de alguna manera me ayudó a conocer más a detalle, entre otras cosas, algunas de las manifestaciones sociales y culturales que han girado en torno a esta estación desde que se tiene registro de ella, y con la que yo estaba por encontrarme después de 40 años para conocer su lado más bello y más crudo (no es que nunca antes hubiera vivido un invierno, se entiende, es solo que en México esta estación es apenas una pincelada en el cuadro; una época del año que sugiere, a lo mucho, fríos tenues y algunos árboles sin follaje. No más).

Mi mente se predisponía, pues, a ver la nieve, el paisaje y las costumbres de la cultura alpina. Solo que, para llegar ahí, aún faltaba algo que se ha vuelto crucial en estos tiempos dementes: subir al avión que nos llevaría a Denver el 28 de diciembre con una prueba de COVID negativa; esto es, apenas unos días después de la cena de Navidad con mi familia a la que en promedio acudirían treinta personas que no siempre se cuidan. A pesar de eso, por ningún momento pensé en faltar a esa cita, considerando que, por distintas razones —pero principalmente por la pandemia— llevaba un par de años de no ver a toda mi familia en Navidad, esa celebración que va guardando cada vez más un significado ambiguo que sabe a infancia perdida, a búsqueda de reencuentros, a nostalgias y sabores recuperados que, aunque de manera fugaz, desempolvan emociones y sensaciones que en segundos se transforman en recuerdos.

Al menos en los Estados Unidos los preparativos y fiestas propias de la temporada estuvieron enmarcadas por el repunte de casos y el contagio sin precedentes de la nueva variante (Omicron). Acá en México, la falsa sensación de seguridad brindada por el gobierno para promover el consumo de la temporada, aunado al hartazgo y la confianza de la gente en que “no pasa nada”, enviaron durante los primeros días de diciembre a buena parte de la población a encuentros sociales largamente pospuestos. Así que, alrededor del día 21 o 22 de diciembre surgió en mí la sospecha de que después de todo ir a la cena familiar del 24 y la comida del 25 quizás no era la mejor idea, sobre todo teniendo en cuenta las últimas disposiciones de las aerolíneas de llevar pruebas de COVID con resultados negativos realizadas, como mínimo, 24 horas antes de cada viaje, como requisito indispensable para abordar el avión. Suponiendo que por cualquier motivo yo me contagiara durante esos días, era muy posible que para el día 28 mi prueba saliera positiva, lo cual acabaría de golpe con el sueño de la fantasía alpina y la posibilidad de cumplir el compromiso que tenía con mi hermano.

Con estas inquietudes a flor de piel, mi familia y yo fuimos a cenar a casa de unos tíos (cinco en total con mis primos incluidos) con la finalidad de que nos prestaran algo de la ropa de nieve que ellos tenían de viajes anteriores. A lo largo de la conversación de esa noche en familia manifesté estas preocupaciones y otras relacionadas. Hubo algo de polémica por todo lo relacionado con la pandemia, la psicosis que ha desatado en el mundo entero, las carretadas desinformación y tantos otros temas que, por lugares comunes que se hayan vuelto, siguen encendiendo ánimos y dando vida a vehementes posturas. Fue una noche alegre, casi eufórica ante la perspectiva del viaje, y en la que me sentí cómodo y comprendido por mis reservas ante la idea de ir al día siguiente a cenar con toda la familia. Después de todo, aún tenía un día para decidir.

Navidad frustrada y el viaje de ida

Dediqué buena parte del día 24 a escribir tarjetas navideñas para aquellos miembros de mi familia con los que por alguna razón sentí que debía procurar mayor cercanía. Mi esposa diseñó, imprimió y cortó cada una de ellas. La idea de ver a todos por la noche y entregarles las tarjetas me llenaba de ilusión. Así que, en medio de tantas emociones, decidí no pensar más en riesgos e ir a la cena usando cubrebocas la mayor parte del tiempo.

Estaba por meterme a bañar y alistarme cuando sonó el teléfono. Era mi tía con la que habíamos cenado la noche anterior. Llamaba para avisarme que sus papás, con los que ellos y mis primos habían comido hacía apenas un par de días, habían dado positivo en una prueba de antígeno ese día por la mañana. Eso quería decir que las cinco personas con las que habíamos estado cenando el día anterior, bajo condiciones supuestamente controladas, habían estado potencialmente expuestas al virus; por ende, nosotros también.

La noticia no solo sembró en mí la angustia natural e inmediata de estar posiblemente contagiados; esto también amenazaba, como nada había hecho hasta ese momento, la posibilidad de acudir al encuentro con mi hermano. Me vine abajo y renuncié de inmediato a ir a la cena navideña. Ya no se trataba solo de la sospecha de haber contraído el virus; era, sobre todo, que esto parecía un aviso, un recordatorio sobre los riesgos y probabilidades de contagiarse aún en medio de los ánimos festivos que, a pesar de lo que nos gustaría creer a todos, no bastan para negar ni anular una realidad incontrovertible. La ironía en todo esto era que hasta ese momento creía haber estado tomando decisiones informadas, calculando posibilidades y probabilidades, midiendo riesgos. Pero nuevamente la idea de control se perfilaba engañosa y falsa contra el horizonte de la realidad.

Pasé la noche del 24 y el día 25 en un estado de obscuridad emocional, presa de angustia y de algo todavía más cruel: de insatisfacción. Todo esto sin importar que el mismo 24 en la noche, apenas un par de horas después de la llamada de mi tía, mi primo me hubiera llamado para confirmarme que sus abuelos habían recibido los resultados de su PCR confirmatorio y eran negativos. Después de todo, habían recibido un falso positivo, como tantos. ¡Qué gran noticia entonces! eso ahuyentaba toda probabilidad de haber estado expuestos al virus y, desde luego, nos garantizaba que podríamos contar con nuestra propia prueba negativa llegado el día 27. Pero a pesar de esta perspectiva, mi ánimo estaba completamente afectado y no logré recuperarme hasta el día 26, cuando la noche del 24 y el 25 quedaron, como siempre, cubiertos por ese extraño velo de olvido, dejando tras de sí una resaca de desconcierto por haberse ido tan rápido, sin habernos dado tiempo de asimilarlos; sin habernos dejado realmente nada. Por lo mismo, estas fechas suelen también quedar impregnadas de cierto halo de decepción y melancolía que permea el recuerdo de ellas con mayor intensidad que las impresiones vividas durante las navidades y sus respectivas vísperas.

Una vez asegurada la prueba negativa el día 27, el viaje se volvió una realidad tangible, en algo que, de hecho, estaba ocurriendo. Pero de igual manera el camino hasta la nieve iba estar marcado por una serie de contratiempos e incertidumbres: el primer vuelo registraba un ligero retraso que si seguía incrementado podía dejarnos con un margen limitado para hacer nuestra conexión y llegar a tiempo a Denver, en donde un transporte privado estaría esperándonos para llevarnos a nuestro destino final en donde mi hermano y su familia nos esperaban. Todo, incluso aquel ahora lejano y benigno primer retraso del vuelo para salir de México parecía estar bajo control; sin embargo, no podíamos prever que nuestra conexión en Houston pondría en jaque buena parte de lo planeado para ese esperado día. Casi tres horas de retraso nos dejaron varados en aquel aeropuerto y me obligaron a llamar, más de una vez, a las oficinas de la empresa que nos llevaría hasta nuestro destino para reagendar nuestro transporte, pero lo cierto era que el retraso del vuelo estaba dándose paulatinamente, lo cual nos dejaba pocas o nulas certezas sobre nuestra hora efectiva de llegada a Denver.

Cuando finalmente nos subieron al avión, la cabina era un horno endemoniado. Ahí dentro se sentía un calor como no recuerdo haber sentido nunca, mucho menos en un avión. Al principio la cosa pareció anecdótica, casual, pero al poco tiempo la gente empezó a abanicarse con lo que encontró a la mano. La tripulación cerró las puertas y empezaron a correr minutos de asfixia.  Finalmente, en medio del estupor generalizado, el capitán nos habló y dijo algo sobre una falla en el sistema de aire acondicionado. Esperaban resolverlo pronto, antes de tener que abrir de nuevo las puertas del avión, e incluso bajarnos (¡!). Después de media hora aproximadamente no les quedó más remedio que abrir las puertas del avión y dejarnos bajar en busca de agua ¡de aire! Una vez abajo, de vuelta en la sala de espera y en medio de una nueva incertidumbre, las probabilidades de un vuelo cancelado, de tener que pasar la noche a saber en dónde y la frustración de no poder llegar con mi hermano, se agolparon. La conciencia de saber que el tiempo efectivo en la nieve iba reduciéndose pese a todos los planes y preparativos, pesaba como plomo.  

Después de unos minutos la perspectiva de todo esto terminó por agotarme. Creo que fue entonces cuando me resigné ante el infortunio: empecé a tomar las cosas con más calma, casi con humor… negro, pero humor al fin. Para esa hora llevábamos casi doce horas de haber salido de casa.

Cuando contra todo pronóstico la falla del aire acondicionado quedó reparada el retraso era de cuatro horas. Quedaba el consuelo de que al menos pasaríamos esa noche en Denver, aunque ya no con mi hermano, ni en nuestro destino final. El servicio de transporte, aunque privado, no podía llevarnos a la montaña tan entrada la noche. El riesgo de un accidente dadas las condiciones de hielo, nieve y baja visibilidad era muy alto. Con esas noticias, finalmente despegamos de Houston.

Gracias a las gestiones expeditas de mi hermano quien, desde nuestro destino iba tejiendo todos los hilos posibles para asegurar nuestra llegada en las mejores condiciones, terminamos pasando la noche en un hotel cerca del aeropuerto de Denver. Al llegar ahí, después de haber esperado nuestras maletas por más de una hora (¿Era en serio? ¿Qué más nos podía pasar?) nuestra fatiga era tal que nos reímos un poco de nuestra situación mientras cenábamos “noodles” instantáneos en la cafetería en penumbras de un hotel dormido. Eso sí, con la reconfortante idea de que pronto descansaríamos en una cama caliente y confiados en que, al día siguiente, a primera hora, nuestro chofer estaría esperándonos a las puertas del hotel para llevarnos a nuestro encuentro con la nieve.

Por fin la nieve

No hay nada que pueda preparar a quien nunca ha estado en la nieve para el encuentro con el espectáculo maravilloso que supone verla ahí, depositada en todo lo que a uno le rodea, como si siempre hubiera estado ahí, acumulándose con eterna paciencia para permanecer silenciosa e inalterable hasta el fin de los tiempos.

Todas mis expectativas sobre la experiencia, tan acalladas y postergadas durante meses, quedaron, en un solo instante, reducidas a un ingenuo garabato mental que no tenía la más mínima relación con lo que veían mis ojos: el paisaje desplegaba todo su encanto ante mí, como si quisiera compensar todas las incertidumbres y contratiempos del viaje y borrarlos con su deslumbrante blancura. Y en efecto, en un abrir y cerrar de ojos todo lo pasado quedó sepultado, sin más, bajo la aterciopelada blancura de la nieve. Cuánto nos divertimos y jugamos con ella. Cumplimos cada capricho, cualquier fantasía. Pude observar su apariencia al caer ya en copos que se veían tan grandes y perfectos a la luz de las farolas, ya tan finos y livianos como partículas de polvo, esto, sobre todo arriba en la montaña o volando de los tejados, barridos por el viento en grandes borrascas que desfilaban por las ventanas haciéndonos creer que afuera se había desatado una tormenta, cuando en realidad se trataba solo del viento llevando la nieve de un sitio a otro en forma de una gran nube de polvo blanco.

La nieve es movimiento y acumulación, es densidad; es textura que seduce la mirada y se disuelve al contacto; es ilusión, silencio y contemplación.

 Durante una de esas mañanas dentro de la cabaña, tomando café al despuntar el día, recuerdo que veía la nieve caer por la ventana cuando se abrió paso hasta mí la frase: “el silencio de la nieve”, nombre del primer capítulo de la novela “Nieve”, del premio nobel de literatura turco, Orhan Pamuk, la cual leí hace algunos años y dejó honda huella en mi alma; sin embargo, jamás habría sido consciente de recordar con esa claridad el título de su capítulo inicial:

               “El silencio de la nieve, pensaba el hombre que estaba sentado inmediatamente detrás del conductor del autobús. Si hubiera sido el inicio de un poema, habría llamado a lo que sentía en su interior, el silencio de la nieve”

A partir de entonces no pude despojarme de esa impresión poética ni deshacerme de la intención de descifrar lo que ese silencio decía o significaba. Tenía además frescas las referencias al invierno y la nieve descritas por Thomas Mann en la Montaña Mágica, así que no podía dejar de ver en las deslumbrantes laderas de las montañas, recortadas prístinas contra el cielo azul, un reflejo de los valles nevados de Davoz-Platz, donde su protagonista, Hans Castorp, despierta al mundo viendo a la gente acomodada dejarse envolver por el glamour costumbrista de la temporada y entregarse a los deportes de invierno.

 “El mundo parecía envuelto en una gruesa capa de algodón… gruesos almohadones de extravagantes formas cargaban las ramas de los pinos. De cuando en cuando algunos de aquellos macizos blancos resbalaba, se estrellaba en mil pedazos contra el suelo y una nube o niebla blanca se extendía por entre los troncos”. 

Y luego, una de mis descripciones favoritas: 

“Reinaba una penumbra y el sol no era más que un pálido resplandor detrás de aquel velo. Sin embargo, la nieve difundía una suave luz indirecta, una claridad lechosa que embellecía al mundo y a los hombres”.

Pero es en realidad más adelante en su magistral  novela, en el capítulo llamado precisamente “Nieve” (uno de los más decisivos en la vida de Hans y uno de los más bellos y largos de la obra), en el que Thomas Mann hace gala de todo su virtuosismo para describir las dualidades que encierra la nieve, para hablar de su indiferencia mortal ante la intrusión de los seres humanos; del horror que puede llegar a inspirar su perfección absoluta; del frío glaciar que desprende y corta como un cuchillo; del terror secreto y sagrado que inspira, pero también, de la belleza oculta de cada copo de nieve, capaz de dar vida a “estrellas, alhajas y broches de diamantes que ni el joyero más experto hubiera podido componer”, del esplendor secreto de esas “miríadas de estrellas mágicas”. Y de igual manera, del sentimiento de profundo y devoto respeto que despierta en el corazón de los hombres. 

Todo esto lo vi y sentí, o creí haberlo visto y sentido, o será tan solo que quise creer que lo vi y sentí pues ¿no es acaso nuestra subjetividad la que llena de sentido lo vivido? Entonces sí, vi el lado poético y místico de la nieve, pero también el más lúdico y quizás, aunque también por asociación, el más peligroso y extremo: ver el sol brillar en lo alto en medio de un cielo límpido cuando el termómetro registra -20° C es algo que desafía la razón. Más de una vez, al ver esas temperaturas en mi teléfono, busqué la manera de salir a “tocar” ese aire gélido, aunque fuera unos segundos, tan solo para saber lo que se sentía. Aprendí que el frío extremo es quizás igual de abrasador que el fuego, con la única diferencia de que al primero puede tomarle un poco más de tiempo penetrar en las capas de ropa y dejarse sentir de manera implacable en el cuerpo. Y claro está que nunca permití que eso sucediera, sin embargo, apenas unos segundos expuesto a esas temperaturas fueron suficientes para sentir cómo el aire se colaba a los pulmones como dagas, incluso a través de las prendas térmicas para calentarlo o filtrarlo. Un segundo apenas para saber que ni la ropa más especializada podría mantener la sensación térmica por demasiado tiempo en esas condiciones. El frío comienza a atenazar el cuerpo, a engarrotarlo mientras en lo alto brillaban el cielo y el sol, bellos y radiantes, como si quisieran distraernos o disfrazar el rostro mortal de las temperaturas que ambos consienten y cobijan.

Viaje de vuelta y confinamiento

Después de cuatro días, tan solo cuatro días que hoy en el recuerdo parecen haber sido etenos, dejamos atrás la montaña en un shuttle compartido con otras personas. Fue un trayecto algo cansado e incómodo, pero agradecimos ir abordo y de vuelta después de haber atravesado algunos retrasos con el servicio. Por fortuna todo se desarrolló sin nuevos contratiempos, aunque a poco estuvimos de quedar tirados en la carretera a causa de un espontáneo jaloneo en el motor de shuttle. El chofer lo reportó de inmediato a su central y aunque la cosa logró preocuparnos por unos minutos, al final quedó claro que no se trataba de nada tan grave como para dejarnos varados a expensas del frío y el tráfico, a una hora de Denver.   

Tal vez lo único adicional que valga la pena destacar de ese trayecto de vuelta fue que en medio de todo eso comencé a sentir un lejano, muy lejano cosquilleo en la garganta que esporádicamente me hacía carraspear y, si lo forzaba, toser de un modo superficial. Nada de qué sorprenderse considerando que la tarde anterior, y en el ánimo de cumplir con otra de las fantasías alpinas, mi hermano y yo habíamos brindado dentro de un hirviente jacuzzi al aire libre, mientras dejábamos que los -17°C que marcaba el termómetro enfriaran nuestro whisky. Por lo mismo, no presté mucha más atención a eso hasta que ya de regreso en México, un día más tarde (pasamos una noche en Denver), a la fatiga del viaje se sumó un tangible ardor de garganta y un malestar generalizado que comenzó a alarmarme. Pasé esa primera noche en México al igual que las dos siguientes: enredado en recuerdos confusos de la montaña y la nieve, con la mente repitiendo incansablemente estrofas de canciones que detesto; con la sensación de estar albergando en mi garganta una bola de fuego ardiente; con la convicción de estar enfermo y de que la noche se extendía de un modo sobrenatural junto con mis tormentos.                        

A la mañana siguiente mi prueba de antígeno resultó, por fin, positiva. Nada de qué sorprenderme ya en realidad. Después de tanto haber luchado para evitar lo inevitable, finalmente perdía la lucha contra la probabilidad. Acepté el diagnóstico casi con indolencia salvo por la aprehensión de haber contagiado a alguien más.

Es solo como  consecuencia directa del obligado confinamiento que he podido disponer del tiempo y la calma para vaciar en estas líneas todas las impresiones que recogí durante el viaje así como las emociones intensas que enmarcaron su víspera. También, desde aquí, he pensado mucho en el precio tan alto que física y emocionalmente he debido pagar para ir a mi primer encuentro con la nieve, y más de una vez me he preguntado si todo ha valido la pena. Pero cuando veo las fotos y videos de lo vivido y acumulado, termino olvidando mi propio cuestionamiento, barrido de mi mente al igual que la nieve que desfilaba frente a nuestras ventanas, barrida de aquellos tejados durante esas cuatro noches de chimenea.

Hay otra cosa que, a lo largo de estas horas, entregado a los libros, la escritura y la televisión, surca mi pensamiento: son tan vanos nuestros esfuerzos por tener el control de lo impredecible, que no vale la pena el sufrimiento por lo no sucedido, pues al final una vez que sucede y todo se cumple, el ánimo de quien debe enfrentarlo y solucionarlo es muy distinto del de aquel espíritu endeble y temeroso que luchaba por evitarlo. Así que vale más relajarse y soltar, entenderlo todo como el espíritu real, esencial del viaje. No en valde, y como si fuera una pista de la lección que debía aprender de toda esta experiencia, poco antes de abordar el transporte de regreso a Denver entré a una tienda de curiosidades en búsqueda de un último souvenir del destino, y encontré un lindo identificador de maleta, hecho en piel, grabado con esta frase que recordaba haber leído en los magníficos ensayos de Robert Louis Stevenson:


“To travel hopefully is a better thing than to arrive”

Buscaré pues, que esta experiencia me sirva como recordatorio de lo anterior, así como de que nuestro anhelo por tener el control de las cosas no es más que una ilusión, bella, pero como todas las ilusiones, engañosa y frágil.

Por ahora seguiré aquí, viendo pasar mis síntomas y disfrutando de la paz mental que me da el hecho de saber que finalmente todo, lo bueno y lo malo, han sucedido, y de que han sucedido, finalmente, para bien o mal.

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